No Hubo Amor Desde Principio
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Capítulo 3

Mi padre continuó trabajando durante horas, su rostro concentrado mientras intentaba reconstruir el rompecabezas de mi cuerpo.

"La fractura en el fémur derecho es antigua", le dijo a Ricardo, señalando un trozo de hueso. "Se curó, pero se nota la línea de la rotura. Debió ser una caída fuerte. Y mira esto, la estructura ósea sugiere una mujer joven, probablemente en la adolescencia tardía".

Cada detalle que descubría era una pieza más que me identificaba, pero él seguía ciego, protegido por su propio resentimiento.

"El rostro está destrozado. Tomará días, tal vez semanas, reconstruirlo lo suficiente para tener una imagen clara".

En ese momento, otro oficial entró en la sala.

"Jefe, logramos recuperar algunos datos del teléfono. La última llamada realizada fue a este número".

Le entregó un papel a Ricardo.

Ricardo lo miró y luego miró a mi padre.

"Javier... es el número de tu casa".

Mi padre ni siquiera levantó la vista de la mesa.

"Te lo dije. Seguramente era ella, llamando para molestar. Siempre hacía lo mismo, inventar historias para llamar la atención. Probablemente dijo que alguien la seguía, ¿verdad? Es su truco de siempre".

"No sabemos lo que dijo, la llamada duró menos de un minuto", respondió Ricardo, su tono era tenso.

"No importa", zanjó mi padre. "Esa mentirosa era capaz de cualquier cosa para arruinarnos la vida".

Mentiras.

Mi grito de auxilio, mi terror genuino, reducido a una simple mentira.

Floté allí, impotente, viendo cómo mi padre borraba la única prueba de que había pedido ayuda, de que no quería morir.

Más tarde ese día, mientras mi padre seguía inmerso en su trabajo, una joven entró corriendo a la comisaría.

Era Camila, mi única amiga.

Su rostro estaba pálido y sus ojos hinchados de tanto llorar.

"Quiero reportar una desaparición", le dijo al oficial del mostrador. "Mi amiga, Sofía Romero. No contesta su teléfono desde anoche, no fue a la escuela hoy. Tenía un examen importante. Ella nunca faltaría".

El oficial la escuchó con paciencia y luego hizo una llamada.

Unos minutos después, mi padre salió de la morgue.

"¿Qué pasa?".

"Esta joven quiere reportar la desaparición de una tal Sofía Romero", explicó el oficial.

Mi padre miró a Camila con desdén.

"Puedes irte a casa, niña. Sofía está bien".

"¿Cómo lo sabe?", preguntó Camila, confundida. "¿Habló con ella?".

"No necesito hablar con ella", dijo mi padre, su voz era dura como el acero. "Probablemente se escapó con algún novio o está en casa de alguna amiga, tramando cómo seguir fastidiando. Volverá cuando se le acabe el dinero. Ahora, lárgate, tenemos trabajo que hacer".

Camila se quedó sin palabras, las lágrimas rodando por sus mejillas.

"Pero... ella no es así. Algo malo le pasó, lo sé".

"Tú no sabes nada", la cortó mi padre. "Ahora vete antes de que te arreste por obstruir una investigación".

Camila se fue, derrotada y asustada.

Mi última conexión con el mundo, la única persona que se preocupaba por mí, había sido alejada por el mismo hombre que debería haberme protegido.

Esa noche, mi padre llegó a casa.

Floté tras él, entrando en la casa que ya no era mi hogar.

Mi madre, Isabel, había puesto la mesa.

En el centro, un plato de camarones al ajillo, el favorito de Mateo.

A su lado, pescado a la veracruzana y sopa de mariscos.

Toda la mesa estaba llena de los platillos que mi hermano amaba.

Y que a mí me podían matar.

Yo era severamente alérgica a los mariscos.

Una vez, cuando tenía doce años, mi madre me obligó a comer un camarón como castigo por haber sacado una mala nota.

"Tu hermano nunca sacaba malas notas", me dijo. "Come. Quizás si sufres un poco, aprenderás a ser mejor".

Lo comí.

A los pocos minutos, sentí que la garganta se me cerraba. Mi piel se llenó de ronchas rojas que picaban y ardían como el fuego. No podía respirar.

Me arrastré escaleras arriba, jadeando, buscando mi inhalador.

Me encerré en mi habitación, luchando por cada bocanada de aire.

Mi cuerpo se convulsionaba en el suelo, mi visión se nublaba.

Desde abajo, oía las risas de mis padres viendo la televisión.

Estaba muriendo, y a ellos no les importaba.

Esa noche, sobreviví de milagro, vomitando el camarón junto con todo lo que había en mi estómago.

Pero algo dentro de mí se rompió para siempre.

La certeza de que para ellos, mi vida no valía nada.

Me convertí en un fantasma en mi propia casa mucho antes de morir.

Mientras yacía en el suelo de mi habitación, luchando por respirar, escuché a mi madre hablar por teléfono con mi tía.

"Sí, el pequeño Carlos está mejor de su resfriado. Javier y yo estábamos tan preocupados. Lo llevamos al mejor pediatra. No escatimamos en gastos, ya sabes, la salud de los niños es lo primero".

La salud de los niños.

Sus palabras eran absurdas, crueles.

Su sobrino, el hijo de su hermana, merecía el mejor cuidado por un simple resfriado.

Yo, su hija, estaba agonizando en el piso de arriba por un veneno que ella misma me había dado, y no merecía ni una pizca de su preocupación.

En ese momento, me di cuenta de una verdad terrible.

No era que no me amaran.

Era que, para ellos, yo ni siquiera calificaba para ser amada.

Era menos que un extraño, menos que un mueble.

Era una plaga, un error, un recordatorio constante de su pérdida.

Era un bicho de alcantarilla que no merecía vivir.

            
            

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