Mi Talento, Su Traición
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Capítulo 3

Los días siguientes se convirtieron en una tortura silenciosa. Mientras empacaba mis pocas pertenencias, cada objeto parecía evocar un recuerdo de Mateo. Éramos vecinos, crecimos juntos. Nuestras madres decían que aprendimos a caminar de la mano. Recuerdo las tardes enteras en el parque de la colonia, dibujando en la tierra con un palo, él siempre diciéndome que mis dibujos eran mágicos, que llegaría a ser una gran artista. Me regalaba lápices de colores que compraba con el dinero que le daban para el recreo. Esos recuerdos, que antes eran mi tesoro, ahora se sentían como espinas.

Todo empezó a cambiar cuando Camila comenzó a frecuentar más nuestro barrio. Ella venía de Polanco, un mundo completamente diferente. Al principio, Mateo parecía incómodo con su presencia, con sus aires de superioridad. Pero Camila era astuta. Aprendió a jugar el papel de la prima rica pero infeliz, la que necesitaba la protección y la atención de Mateo. Él, con su inseguridad y su deseo de sentirse importante, cayó en la trampa.

Recuerdo una vez que Camila llegó llorando porque su padre le había comprado un coche que no era del color que ella quería. Lloraba con tal desconsuelo que Mateo pasó toda la tarde consolándola, diciéndole que la entendía, que la vida era injusta. Mientras tanto, yo estaba a su lado, con las manos manchadas de pintura, tratando de terminar un cuadro para un concurso local. Ese día, por primera vez, Mateo no me preguntó por mi arte. Sus ojos solo estaban en Camila. Ese fue el principio del fin, aunque en ese momento me negué a verlo.

Ahora, con la verdad expuesta, todas esas pequeñas traiciones, esas ausencias y excusas, cobraban sentido. Él no solo me había engañado, se había burlado de mis sueños a mis espaldas. La tristeza que sentía se fue transformando en una rabia fría y decidida. Ya no había vuelta atrás. Mateo, el chico que me prometió el mundo mientras dibujábamos en la tierra, ya no existía. En su lugar había un extraño, un títere de su prima manipuladora. Decidí que no derramaría una lágrima más por él.

La gota que derramó el vaso ocurrió la tarde antes de mi partida. Mateo y Camila vinieron a casa, con la excusa de "despedirse apropiadamente". Mientras yo estaba en la cocina ayudando a mi madre, escuché un ruido sordo en mi habitación, seguido de un grito ahogado de Camila. Corrí hacia allá y mi corazón se detuvo. En el suelo, hecho pedazos, estaba un pequeño pájaro de madera. No era cualquier adorno. Era una figura que mi padre había tallado para mí cuando era niña, mi amuleto de la suerte.

"¡Ay, Sofi, qué tonta soy! Se me resbaló", dijo Camila, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. "Pero no te preocupes, era solo un pedazo de madera, ¿no? Te puedo comprar uno mil veces más bonito en cualquier tienda de lujo".

La miré, luego miré a Mateo, esperando que él entendiera el valor de ese objeto, el valor sentimental que tenía para mí. Pero su reacción me destrozó la última fibra de esperanza que me quedaba.

"Sofía, no exageres", dijo, con un tono de fastidio. "Fue un accidente. No tienes por qué ponerte así con Cami. Ella ya se disculpó".

Su falta de empatía, su desprecio por algo que era tan íntimamente mío, fue como un portazo en mi cara. Recogí los pedazos del pajarito con manos temblorosas. La madera rota era un símbolo perfecto de nuestra relación: hecha añicos, imposible de reparar. Levanté la vista y los miré a los dos, parados juntos, como cómplices. En ese momento, sentí una calma extraña. El dolor se había ido, reemplazado por una certeza absoluta.

"Lárguense", dije, con una voz que no reconocí como mía. "Lárguense de mi casa y de mi vida. Ahora".

            
            

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