Mi última noche en México la pasé con mis padres. No hablamos mucho. Mi madre preparó mi comida favorita, chilaquiles rojos, y mi padre puso la música que me gustaba. Había una melancolía en el aire, pero también un profundo amor. Me entregaron una pequeña maleta nueva que habían comprado a plazos, llena de ropa abrigadora y un sobre con algunos pesos que habían ahorrado durante meses.
"Para que no te falte nada, m'ija", dijo mi padre, con la voz quebrada.
"Y llámanos en cuanto llegues, a la hora que sea", añadió mi madre, secándose una lágrima furtiva.
El amor de mis padres era mi verdadero ancla, mi verdadera fuerza. Esa noche, dormí abrazada a ellos, sabiendo que, pasara lo que pasara, siempre tendría un hogar al que volver.
Al día siguiente, en el aeropuerto, la vida decidió darme una última prueba. Mientras hacíamos fila para documentar mi equipaje, los vi. Mateo y Camila estaban a unos metros de distancia, en la fila de otra aerolínea. Parecía que también se iban de viaje. Sentí un nudo en el estómago, pero me obligué a mantener la calma. No iba a dejar que arruinaran mi despedida.
Camila me vio y, arrastrando a Mateo, se acercó a nosotros con una sonrisa falsa.
"¡Sofi, qué coincidencia! Nosotros también vamos a Europa, de vacaciones. ¿No es genial?", dijo, con un tono que buscaba provocarme. Luego, añadió, mirando a Mateo: "Mateo insistió en que viniéramos a disculparnos de nuevo por lo del 'pajarito'. Estaba tan preocupado por ti".
Mateo parecía un fantasma, pálido y sin decir una palabra. Era evidente que Camila lo estaba usando para restregarme en la cara su relación y su poder sobre él.
Respiré hondo y miré a Camila directamente a los ojos.
"No hay nada de qué disculparse, Camila. Y no tienes que fingir que te importo. Ahórrate el teatro". Luego me volví hacia Mateo y le dije con total serenidad: "Te deseo lo mejor, Mateo. De verdad. Ahora, si nos disculpan, tengo que despedirme de mi familia".
Mi firmeza los descolocó. No esperaban esa reacción. Se quedaron ahí, parados, mientras yo me alejaba con mis padres hacia la sala de embarque. Fue como trazar una línea definitiva en la arena.
Justo antes de pasar por el control de seguridad, se celebró una pequeña despedida improvisada organizada por la fábrica. El gerente me entregó los documentos oficiales y me presentó a la persona que sería mi supervisor en España. Un hombre alto, de aspecto serio y elegante, se acercó.
"Sofía Martínez, soy Ricardo Castillo, curador de arte y su mentor durante el programa. Espero que esté lista para trabajar duro. Esto no son unas vacaciones".
Su voz era grave y su mirada intensa. Me sentí intimidada, pero también intrigada. Había una autoridad en él que no se parecía a nada que hubiera conocido antes. Le estreché la mano, sintiendo la firmeza de su agarre.
"Estoy lista, señor Castillo", respondí, con más convicción de la que sentía.
En ese momento, el gerente tomó el micrófono para un anuncio final.
"Y como parte de los ajustes de última hora del programa, y gracias a la generosidad de uno de nuestros socios en España, se ha decidido que la estancia de la señorita Martínez no será en el centro de Madrid como se planeó originalmente, sino en un taller de restauración en una pequeña ciudad en la costa, donde podrá tener una experiencia más... inmersiva".
Vi la cara de Mateo a lo lejos, entre la gente. Su mandíbula estaba tensa. La noticia de que no estaría en la glamorosa capital, sino en un lugar remoto, parecía afectarle más a él que a mí. Quizás había fantaseado con la idea de "visitarme" en Madrid. Para mí, en cambio, la noticia fue un alivio. Más lejos de todo lo que conocía, más lejos de él. Estaba lista para lo que fuera.