Ricardo me llevó a casa al día siguiente.
Me cargó en brazos para subir las escaleras, susurrando palabras de consuelo en mi oído.
"Ya estás en casa, mi vida. Aquí te cuidaré y te pondrás bien" .
Cada palabra suya era como veneno. Cada toque me quemaba la piel.
Pero yo sonreía.
Sonreía mientras mi corazón se rompía en mil pedazos. Tenía que fingir, tenía que ser la Sofía ingenua y rota que él esperaba ver. Era mi única oportunidad de sobrevivir.
Me instaló en nuestra cama, rodeándome de almohadas.
"Descansa, mi amor. No te muevas. Yo te traeré todo lo que necesites" .
Se sentó a mi lado, sosteniendo mi mano. Sacó su teléfono y comenzó a revisar sus correos, pero dejó el altavoz activado por "accidente" .
"Solo por si necesitas algo mientras estoy en la llamada, para no soltar tu mano" , dijo con una ternura que me revolvió el estómago.
Entonces, sonó el teléfono.
Era una llamada de un número desconocido. Ricardo contestó.
"¿Bueno?" .
Una voz rasposa y vulgar respondió, claramente la de un hombre de clase baja.
"Señor Morales, habla el mecánico. Solo para confirmar que el trabajo en los frenos del carro de su esposa quedó 'listo' . Fallaron justo en el momento preciso, como me pidió" .
Mi sangre se heló.
Así fue como perdí a mi último bebé. Un "accidente" de coche. Un camión que se me cruzó de repente y tuve que frenar en seco. El coche no respondió. El impacto fue brutal.
Ricardo apretó mi mano con fuerza, su rostro una máscara de preocupación.
"Creo que se equivoca de número" , dijo con voz firme y colgó.
Me miró, fingiendo confusión.
"Qué gente tan extraña llama a veces. No te preocupes, mi amor" .
Yo asentí, tragándome el grito que quería escapar de mi garganta. Mis manos temblaban bajo las sábanas, y un sudor frío me recorría la espalda.
Tenía que parecer que no había entendido nada.
"Tengo sed, Ricardo" , susurré.
"Claro que sí, mi vida. Te traeré un vaso de leche tibia, te ayudará a dormir" .
Bajó a la cocina. Lo escuché tararear una melodía alegre mientras preparaba la leche. El sonido me enfermaba.
Regresó con una taza humeante.
"Aquí tienes, mi amor. Bébetela toda" .
Me ayudó a incorporarme. Vi cómo sus dedos sostenían la taza. Olía a leche, pero había algo más, un olor químico casi imperceptible.
Sabía que estaba drogada.
Pero tenía que beberla. Si me negaba, sospecharía.
Tomé sorbos lentos, sintiendo el líquido tibio bajar por mi garganta. Cada trago era una rendición, una humillación. Pero era necesario.
"Así me gusta, mi niña buena" , dijo, acariciando mi cabello.
Mis párpados comenzaron a pesar. El mundo a mi alrededor se volvió borroso, los sonidos distantes.
Justo antes de perder el conocimiento, lo escuché hablar por teléfono de nuevo. Esta vez, su voz era un susurro cruel y afilado.
"Ramírez, ya está dormida. Puedes venir. Recuerda el plan: la histerectomía es lo principal. Pero quiero más" .
Hubo una pausa.
"Quiero que te 'equivoques' un poco durante la cirugía. Daña el nervio ciático. Quiero que quede paralítica. No quiero que vuelva a caminar, ni a valerse por sí misma. Quiero que dependa de mí para todo, para siempre" .
Una última lágrima se deslizó desde el rabillo de mi ojo y se perdió en la almohada.
Mi mente gritaba.
¡Monstruo! ¡Demonio!
¿No era suficiente con quitarme a mis hijos? ¿No era suficiente con robarme mi capacidad de ser madre?
También quería romperme las piernas. Quería convertirme en una muñeca rota, una inválida a su merced.
Caí en la oscuridad, con su risa malvada como último sonido en mis oídos.
Una risa que juré, desde lo más profundo de mi ser, que le borraría de la cara para siempre.