Ella Eligió Su Propia Ruina
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Capítulo 1

El olor a cilantro fresco y cebolla picada flotaba en el aire, mezclado con el siseo de la carne en la plancha caliente. Para Armando "El Toro" Ramírez, este era el sonido de la paz, el ritmo de su vida después de colgar los guantes. Su taquería, "El Gancho al Hígado", no era lujosa, pero era suya, construida con el sudor de su frente y el dinero que había ganado a puñetazos en el ring.

"Armando, te buscan al teléfono, parece urgente", gritó Doña Lupe desde la cocina, su voz maternal cortando el bullicio del mediodía.

Armando frunció el ceño, limpiándose las manos en el delantal. Las llamadas urgentes usualmente significaban problemas. Tomó el teléfono inalámbrico que le extendía su comadre.

"¿Bueno?"

"¿Hablo con el señor Armando Ramírez, padre de Pedrito Ramírez?" La voz al otro lado era tensa y oficial.

"Sí, soy yo. ¿Pasó algo con mi hijo?" El corazón de Armando comenzó a latir un poco más rápido.

"Le hablamos de la escuela primaria 'Benito Juárez'. Necesito que venga de inmediato a la dirección. Hubo... un incidente".

Armando no necesitó escuchar más.

"Voy para allá".

Colgó el teléfono sin despedirse.

"Lupe, te encargo el changarro", dijo, quitándose el delantal y arrojándolo sobre el mostrador.

"Claro que sí, compadre. Ve con cuidado", respondió ella, su rostro mostrando preocupación.

Armando no perdió tiempo. Salió de la taquería y subió a su vieja camioneta Ford. No era un vehículo nuevo ni lujoso, pero el motor rugió a la vida con una fiabilidad que Armando apreciaba. Condujo por las calles de la ciudad, sus manos, grandes como mazos, apretando el volante con una fuerza contenida. Cada semáforo en rojo era una tortura, cada coche lento un obstáculo para su urgencia. En su mente, solo había una imagen: la cara de su hijo, Pedrito.

Llegó a la escuela en menos de diez minutos. Estacionó la camioneta de un frenazo y prácticamente corrió hacia la entrada. La oficina del director estaba al final de un pasillo largo y silencioso. La puerta estaba entreabierta.

Al entrar, la primera persona que vio fue a su hijo. Pedrito estaba sentado en una silla, con la cabeza gacha. Tenía la camisa del uniforme rota por el hombro, un rasguño feo en la mejilla y sus ojos estaban hinchados y rojos de tanto llorar. La visión le revolvió las entrañas a Armando.

Frente a él, de pie con una arrogancia insultante, estaba otro niño, vestido con ropa de marca y con una sonrisa burlona en los labios. A su lado, el maestro López, un hombrecillo de aspecto nervioso, se retorcía las manos.

"¿Qué chingados pasó aquí?", la voz de Armando retumbó en la pequeña oficina.

El maestro López se sobresaltó y se giró hacia él, con una expresión de desprecio mal disimulado.

"Señor Ramírez, le pido que modere su lenguaje. Estamos en una institución educativa".

"Mi lenguaje me importa una mierda ahora mismo. Quiero saber por qué mi hijo está así", dijo Armando, señalando a Pedrito con la barbilla.

El otro niño soltó una risita.

"Fue una simple pelea de niños, señor Ramírez", intervino el maestro. "Su hijo también tiene la culpa".

"¿Mi hijo tiene la culpa de tener la cara marcada y la ropa rota, mientras este mocoso está intacto?", replicó Armando, su enojo creciendo.

Mientras hablaba, su mirada se fijó en un detalle en el cuello del niño agresor. Era un dije de oro y esmeraldas, una pieza cara y llamativa. Armando sintió una extraña punzada de reconocimiento, una alarma que sonaba en el fondo de su mente. No podía ubicarlo, pero sabía que había visto esa joya antes.

Se arrodilló frente a su hijo, ignorando a los otros dos.

"Pedrito, mírame. ¿Qué pasó, campeón?"

Pedrito levantó la vista, y nuevas lágrimas brotaron de sus ojos.

"Papá... Rodrigo me pegó. Dijo... dijo cosas feas de ti y de mamá".

"¿Qué cosas, mijo?", preguntó Armando, su voz ahora un susurro peligroso.

"Dijo que tú eras un... un chichifo de mi mamá", sollozó el niño. "Y que cada vez que me viera, me iba a madrear".

La palabra "chichifo" golpeó a Armando como un gancho al hígado. Proxenta. El insulto no solo manchaba su honor, sino que arrastraba el nombre de Sofía, su exesposa, por el lodo. Se puso de pie lentamente, su cuerpo tenso como un resorte a punto de estallar. Miró directamente al niño, Rodrigo.

"¿Tú dijiste eso?"

Rodrigo, en lugar de asustarse, infló el pecho.

"Sí, ¿y qué? Mi papá dice que la gente como ustedes solo sirve para obedecer".

Armando dio un paso hacia él, pero el maestro López se interpuso.

"¡Señor Ramírez, contrólese! No se atreva a tocar al niño".

"Entonces haga su trabajo y controle a este pinche escuincle malcriado", gruñó Armando. "Voy a presentar una queja formal. Quiero a este niño suspendido".

Justo en ese momento, la puerta de la oficina se abrió de par en par. Un hombre alto, vestido con un traje caro y zapatos relucientes, entró con un aire de poder absoluto. Su rostro era duro, sus ojos fríos como el hielo. El maestro López palideció al verlo.

"Director Benítez, qué bueno que llega".

El director, un hombre gordo y sudoroso, asintió servilmente hacia el recién llegado antes de mirar a Armando con fastidio.

"Señor Ramírez, está causando un alboroto".

"El alboroto lo causó este niño al agredir a mi hijo", corrigió Armando.

El hombre del traje sonrió, una sonrisa que no llegó a sus ojos. Puso una mano sobre el hombro de Rodrigo.

"Mi hijo solo se defendió de las provocaciones de este... muchacho", dijo, mirando a Pedrito con desdén. "Los niños son niños".

"Señor Vargas, un placer tenerlo aquí", dijo el director Benítez, su tono untuoso. "Le aseguro que no es nada grave".

Sebastián "El Patrón" Vargas. El nombre resonó en la cabeza de Armando. El jefe de los Cárteles Unidos. Un hombre del que todo el mundo hablaba en susurros, un fantasma con poder real que controlaba la ciudad. Y ese dije en el cuello de su hijo... la pieza del rompecabezas encajó con una claridad brutal. Era el dije de Sofía.

Vargas se acercó a Armando, invadiendo su espacio personal.

"Mire, señor... Ramírez. Entiendo que es un hombre... humilde. De trabajo. Pero no entiende con quién se está metiendo", dijo en voz baja. "Su hijo molestó al mío. Así que, para evitar más problemas, usted y su hijo le van a ofrecer una disculpa a Rodrigo. Y asunto arreglado".

Armando lo miró fijamente. La arrogancia del hombre era asfixiante.

"Mi hijo no se va a disculpar por nada. El que tiene que disculparse es el suyo".

Vargas soltó una carcajada seca.

"Usted no está en posición de exigir nada. Usted no es nadie", siseó. Luego se giró hacia el director Benítez y sacó un fajo grueso de billetes de su bolsillo. Lo puso sobre el escritorio del director sin ninguna discreción. "Para las molestias, director. Y para asegurar que se tome la decisión 'correcta'".

El director Benítez tragó saliva, sus ojos fijos en el dinero como un coyote mirando un trozo de carne.

"Por supuesto, señor Vargas. Entendido".

Se aclaró la garganta y miró a Armando con una nueva dureza.

"Señor Ramírez, la decisión está tomada. O su hijo se disculpa, o será expulsado por conducta violenta. Y le advierto, no intente hacer nada. El señor Vargas es un pilar de nuestra comunidad".

La injusticia era tan descarada, tan palpable, que a Armando le costaba respirar. Su puño se cerró con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

            
            

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