"¿Que no puedo?", repitió él, con una voz tan fría que podría haber congelado el aire. "Claro que puedo. Y lo voy a hacer. Me traicionaste, Sofía. Te aliaste con el hombre que lastimó a nuestro hijo. Intentaste borrarme de su vida. No hay nada más que hablar".
Sofía se echó a llorar. Eran lágrimas de frustración y teatro, no de arrepentimiento. Se dejó caer en el sofá, sollozando de manera exagerada.
"¡No es lo que parece! ¡Sebastián me obligó! ¡Me amenazó! Yo solo quería protegerlos, Armando. A ti y a Pedrito. Hice lo que tenía que hacer para mantenernos a salvo. Él es un hombre poderoso, peligroso... ¡Yo tenía miedo!"
Su actuación era casi convincente. La mujer asustada, la víctima atrapada en una situación imposible. Pero Armando ya no era el hombre que se dejaba engañar por sus lágrimas.
"¿Miedo?", se burló él. "No parecías tener mucho miedo en esa foto, saliendo de un hotel de cinco estrellas, riéndote con él. No parecías tener miedo cuando aceptaste sus regalos caros". Le lanzó una mirada que la atravesó. "Ya sé lo del dije, Sofía. Y sé que no es lo único. El Licenciado Morales es muy bueno en su trabajo".
La revelación de que él sabía más de lo que había dicho la dejó sin palabras. Sus sollozos se detuvieron abruptamente. Lo miró con los ojos muy abiertos, dándose cuenta de que su juego había terminado.
"Sal de mi casa", dijo Armando, su paciencia finalmente agotada. Caminó hacia la puerta y la abrió de par en par. "Toma tus cosas, las que puedas cargar. El resto lo mandaré en cajas a donde me digas. Pero te quiero fuera. Ahora".
Su tono no admitía discusión. Era la voz de un hombre que había llegado a su límite y había tomado una decisión irrevocable.
Sofía se levantó, temblando de rabia.
"¡No me puedes echar! ¡Esta también es mi casa!"
"Esta casa la pago yo. El contrato de arrendamiento está a mi nombre. Y tú ya no eres bienvenida aquí", replicó él. "Lárgate".
Mientras ella recogía torpemente su bolso y algunas pertenencias de la sala, maldiciendo en voz baja, la mente de Armando viajó al pasado. Recordó el día en que conoció a Sofía. Él era un boxeador en ascenso, tosco pero honesto. Ella era hermosa, ambiciosa, deslumbrada por la promesa de fama y dinero. Él le había ofrecido todo lo que tenía: su lealtad, su amor, un hogar. Y ella lo había tirado todo a la basura por un capo de la droga. El recuerdo no le trajo nostalgia, solo un profundo y amargo sabor a decepción.
Más tarde esa noche, después de que Sofía se fue dando un portazo y prometiendo venganza, el Licenciado Morales le envió un informe completo. La investigación había sido rápida y brutalmente eficiente. Sofía no solo tenía una relación con Vargas, sino que había estado usando una tarjeta de crédito suplementaria de una de las empresas de Armando para financiar su estilo de vida. Compras en boutiques de lujo, cenas en restaurantes caros, viajes de fin de semana. Y lo peor de todo, el informe incluía registros telefónicos. Cientos de llamadas y mensajes entre ella y Vargas, que se remontaban a más de un año. Había estado viviendo una doble vida a costa de él.
Armando se dio cuenta de la magnitud del engaño. Sofía no solo lo había traicionado emocionalmente, lo había estado utilizando, robándole sistemáticamente mientras se acostaba con un criminal. La rabia que sintió fue tan intensa que tuvo que salir al balcón a tomar aire, para no despertar a Pedrito con un grito.
Justo cuando pensaba que la noche no podía empeorar, su teléfono sonó. Era un número desconocido.
"¿Bueno?"
"¿Armando? Soy la mamá de Sofía". La voz de su exsuegra sonaba preocupada. "Hija, Sofi me llamó llorando. Me dijo que la echaste de la casa. ¿Qué pasó? ¿Por qué eres tan cruel con ella?"
La audacia lo dejó sin aliento.
"Señora, con todo respeto, su hija es una mentirosa y una traidora. Pregúntele por Sebastián Vargas. Pregúntele por qué nuestro hijo llegó golpeado de la escuela hoy".
"Ella me dijo que fue un malentendido. Que tú exageraste una pelea de niños y que la pusiste en una situación horrible. Armando, por favor, recapacita. Es la madre de tu hijo".
La familia de Sofía siempre la había protegido, siempre la había visto como una princesa incomprendida. Armando colgó el teléfono. No iba a discutir. No había nada que discutir.
Al día siguiente, la guerra se hizo pública. Tal como lo había prometido, Armando fue a la escuela a primera hora, acompañado por el Licenciado Morales. Su intención era presentar una queja formal y anunciar que sacaría a Pedrito de esa institución corrupta.
Pero al llegar, se encontraron con un circo. Varias camionetas de noticias locales estaban estacionadas afuera. Un grupo de reporteros rodeaba a Sebastián Vargas, quien, con una expresión de padre preocupado, hablaba ante las cámaras.
"Solo quiero justicia para mi hijo", decía Vargas con voz grave. "Fue brutalmente atacado por otro estudiante, y cuando intenté resolver esto pacíficamente, el padre del niño, un hombre violento, me amenazó y agredió al director. Pido a las autoridades que investiguen a este señor Armando Ramírez".
Armando sintió la sangre hervir en sus venas. Vargas estaba volteando la historia, pintándolo a él como el villano.
"¡Ahí está!", gritó un reportero, señalando a Armando.
Las cámaras y los micrófonos se giraron hacia él como un solo organismo.
Vargas se acercó, su rostro una máscara de falsa rectitud.
"Señor Ramírez", dijo en voz alta para que todos lo oyeran. "Aún está a tiempo. Pídale una disculpa a mi hijo y al director Benítez, y quizás considere retirar los cargos".