Fue un ruido seco, definitivo, como el de un hueso rompiéndose.
"Se casará con la Emperatriz del Norte. La boda será en un mes. Es una alianza política para asegurar la paz."
Miré a Ximena.
Estaba pálida como un fantasma.
Sus manos, normalmente tan firmes, temblaban visiblemente.
Sus ojos estaban fijos en el suelo, en su espada caída, como si no viera nada más en el mundo.
No dijo una palabra.
Se dio la vuelta y salió de la biblioteca, con pasos rígidos y antinaturales.
La seguí, con el corazón martillándome en el pecho.
Fue directamente al patio de entrenamiento.
Tomó una de las espadas de práctica, una pesada y sin filo, y comenzó a golpear el poste de madera.
Una y otra vez.
No había técnica, no había elegancia.
Solo furia ciega y desesperación.
Golpeaba el poste como si fuera su enemigo, como si quisiera destruirlo, pulverizarlo.
El sudor le empapaba el cabello, sus nudillos sangraban por el impacto, pero no se detenía.
Era un acto de pura autodestrucción.
Estaba tratando de agotarse, de romperse, de sentir un dolor físico que pudiera opacar el dolor que la estaba consumiendo por dentro.
"¡Ximena, detente!", le grité.
Me ignoró.
Corrí hacia ella y me puse entre ella y el poste.
La espada se detuvo a centímetros de mi cara.
Sus ojos estaban desorbitados, llenos de una locura que nunca antes había visto.
"Quítate de mi camino, niño."
"No."
"¡Que te quites!"
"¡No! ¡Mírame!", le grité, con lágrimas corriendo por mis mejillas. "¡Si quieres morir, hazlo! ¡Pero no así! ¡No te destruyas por un hombre que ni siquiera sabe que existes!"
Ella apretó la mandíbula, su pecho subiendo y bajando con respiraciones agitadas.
"Tú no entiendes nada."
"¡Sí que entiendo!", le respondí, mi voz quebrándose. "Entiendo que estás sola. ¡Pero yo también lo estoy! ¡Tú eres todo lo que tengo! ¡Mis padres me abandonaron al morir! ¡Todos en este maldito palacio me han abandonado! ¿Tú también me vas a abandonar?"
Usé mi única arma, mi propia miseria, mi propio dolor.
Puse todo mi miedo a ser abandonado de nuevo en esas palabras.
La golpeé donde sabía que le dolería.
"Si te mueres," continué, mi voz ahora un susurro desesperado, "si me dejas... entonces no quedará nadie. Nadie en todo el mundo. ¿Es eso lo que quieres, Ximena? ¿Dejarme completamente solo?"
La espada tembló en su mano.
Una lágrima solitaria rodó por su mejilla sucia de polvo y sudor.
Lentamente, bajó la espada.
El arma cayó al suelo con un ruido sordo.
Se quedó allí, mirándome, su cuerpo temblando por el agotamiento y la angustia.
Finalmente, se derrumbó.
Cayó de rodillas, y por primera vez, la vi llorar de verdad.
No eran sollozos fuertes, sino un llanto silencioso y roto que me partió el alma.
Me arrodillé frente a ella y la abracé.
Era como abrazar una roca, dura y fría, pero que temblaba por dentro.
Se quedó así por un largo tiempo, con la cabeza apoyada en mi hombro, dejando que el dolor saliera.
No se suicidó ese día.
Pero algo en ella se rompió.
Por las noches, la escuchaba.
No lloraba.
La escuchaba en el pequeño patio de armas junto a sus aposentos.
El silbido de su espada cortando el aire, una y otra vez, hasta el amanecer.
Un sonido agudo y solitario, el único idioma que le quedaba para expresar su corazón roto.
No estaba tratando de morir.
Estaba tratando de olvidar cómo sentir.