El dolor era físico. Apagué la computadora y me acurruqué en mi sofá, abrazando mis rodillas. Me sentía vacía, como si me hubieran arrancado algo de dentro. No podía entender la crueldad de Héctor. ¿Cómo podía alguien ser tan insensible?
A la mañana siguiente, con los ojos hinchados de tanto llorar, tomé una decisión. Necesitaba un cierre. No podía dejar las cosas así, en el aire, con una humillación pública como punto final. Le envié un mensaje de texto al número de trabajo de Héctor.
"Señor Morales, soy Sofía Rojas, la ilustradora. Necesito hablar con usted en persona sobre el proyecto. ¿Podemos vernos hoy?"
Sorprendentemente, respondió casi de inmediato. "Claro. En el café 'El Colibrí', frente a mi oficina, a las 3 p.m."
Pasé toda la mañana preparándome, aunque no sabía muy bien por qué. Era como si una parte de mí quisiera que él viera lo que había perdido, que viera a la verdadera Sofía. Me solté el pelo, me puse un vestido sencillo pero elegante que resaltaba mi figura y me maquillé con cuidado. Era la primera vez en años que hacía un esfuerzo consciente por verme bonita.
Cuando salí a la calle, sentí las miradas de siempre. Hombres que se giraban para verme pasar, mujeres que me miraban de arriba abajo. Por un momento, la ansiedad volvió a atenazarme, pero respiré hondo y seguí caminando. Hoy era diferente. Hoy necesitaba esa atención.
Llegué al café a las 2:50 p.m. y escogí una mesa junto a la ventana. Pasaron las 3:00. Las 3:30. Las 4:00. Héctor no aparecía. Le envié un mensaje. Sin respuesta. Llamé a su número. Buzón de voz.
Esperé hasta las cinco de la tarde, sintiéndome cada vez más ridícula. El sol comenzaba a bajar, tiñendo el cielo de naranja. Me di por vencida. Me había dejado plantada. La humillación final.
Mientras caminaba hacia la parada del metro, con el corazón roto y la dignidad por los suelos, dos hombres comenzaron a seguirme. Aceleré el paso, pero ellos también lo hicieron.
"Oye, guapa, ¿por qué tanta prisa?", dijo uno de ellos, su voz pastosa por el alcohol.
Mi corazón se disparó. La calle estaba cada vez más solitaria. Me rodearon, bloqueándome el paso. "No te vamos a hacer nada... solo queremos hablar."
El pánico me paralizó. Justo cuando uno de ellos estiró la mano para tocarme, un coche negro se detuvo bruscamente a nuestro lado. Un hombre alto y de complexión atlética bajó del asiento del conductor. Llevaba un traje oscuro y su rostro era serio, con una mirada penetrante.
"¿Algún problema aquí?", preguntó, su voz era tranquila pero firme, con una autoridad innegable.
Los dos borrachos lo miraron, vacilaron por un segundo y luego se fueron, murmurando insultos.
Me quedé allí, temblando. El hombre se acercó. "¿Estás bien? Soy el capitán Ricardo Sánchez, de la policía."
Mientras tanto, en el mundo virtual, Héctor finalmente respondió a mi mensaje de esa tarde. Estaba en la sede del gremio con Isabella, y alguien le preguntó por mí.
"Ah, Calavera", dijo con desdén, su voz audible para todos los que estaban cerca. "Probablemente esté llorando en algún rincón. Qué dramática. Le cancelé una cita y parece que es el fin del mundo."