Mil Veces Tú
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Capítulo 5 5

La puerta del apartamento se cerró detrás de mí con un chasquido seco. Por un segundo, me quedé parada en el pasillo, escuchando los ecos apagados de la fiesta abajo y el silencio dentro de mí.

Volví a entrar.

Ya no era un hogar - si es que alguna vez lo fue.

La luz azulada aún iluminaba la sala como un holograma triste. Las cámaras estaban apagadas, pero seguían allí, frías, como ojos que me observaban. Un plato con salsa reseca descansaba sobre el fregadero. Un vaso con marca de labial desvanecido al lado. Todo olía a escenario abandonado, hecho para mantener una apariencia que ya se había derrumbado por dentro hacía mucho tiempo.

Caminé despacio hasta el dormitorio. Saqué la maleta de debajo de la cama. Era pequeña, antigua, de tela color vino, con las esquinas un poco gastadas. Cabía poca cosa, pero ya era más que suficiente.

Esta vez, no era una huida desesperada. Era una decisión.

Abrí el armario con manos firmes. Elegí sin pensar demasiado: dos pantalones, tres blusas, un abrigo grueso - París era más fría que Nápoles. Medias, cepillo de dientes, el cuaderno de tapa azul donde solía dibujar en tardes solitarias. Mi pasaporte. El collar de mi madre, con un colgante en forma de estrella.

Lo guardé todo con calma. Doblando, acomodando, como si estuviera empacando no solo ropa, sino una nueva versión de mí.

No había espacio para recuerdos. Solo para lo que necesitaba para comenzar de nuevo.

Antes de cerrar el cierre, mis ojos recorrieron el cuarto. La estantería con los libros que él nunca leyó. El cojín que yo bordé, y él se rió diciendo que "no combinaba con su onda". La pared blanca que pinté, creyendo que simbolizaba una nueva etapa.

Me equivoqué.

Cerca de la puerta, en el suelo, encontré un boleto de cine doblado por la mitad. Era de una película francesa que quise ver en nuestro primer mes juntos. A él le disgustó. Salió quejándose. Pero yo lloré al final. Guardé el boleto no por él, sino por mí. Por el recuerdo de quien yo era. De la chica que se emocionaba con finales tristes, que creía en comienzos ligeros.

Lo puse en el bolsillo de la chaqueta.

Cerré la maleta. El cierre sonó como un punto final.

Tomé el celular. Abrí de nuevo el mensaje de Sophia. Esa frase que parecía un abrazo:

Siempre. Ven.

Toqué la pantalla. Pedí un taxi.

Dos toques. Ya venía en camino.

Bajé por las escaleras, peldaño a peldaño, como si cada paso borrara un trazo antiguo de mí. En el pasillo, los cuadros colgados parecían observarme. En el hall, el olor a desinfectante. Cuando llegué a la calle, el cielo estaba despejado.

Nápoles dormía.

O tal vez simplemente era ajena a mi partida.

El taxi se detuvo frente al edificio. El conductor, un señor de expresión cansada, bajó y me ayudó con la maleta. Murmuré un "gracias" casi sin voz. Subí.

- Al aeropuerto, por favor.

Él asintió y encendió la radio.

Las luces de la ciudad pasaban por la ventana como recuerdos que ya no lograban tocarme. En el asiento trasero, cerré los ojos. No pensé en Enzo. Ni en la discusión. Ni en su última frase, escupida como veneno:

"Eres ridícula. Siempre lo fuiste."

Pensé en Sophia.

En la primera vez que la vi, en el colegio, con ese aire extravagante y el pelo despeinado, riendo fuerte y abrazando el mundo. Pensé en las tardes que pasábamos tiradas en el suelo de su sala, escuchando música e imaginando dónde estaríamos dentro de diez años. Ella decía París. Yo decía: "Donde sea, mientras sea feliz."

Ella siempre creyó que huir no era debilidad. Era coraje.

En el aeropuerto, la terminal estaba casi vacía. El cartel electrónico anunciaba los próximos vuelos. Me acerqué al mostrador con la maleta en la mano y la voz firme.

- Un vuelo a París. Lo más pronto posible.

La agente me miró, luego consultó el sistema.

- Hay uno a las 5:40 de la mañana. Última fila. Asiento junto a la ventana.

- Lo quiero.

Tarjeta. Documento. Confirmación.

Listo.

Con tres horas hasta el embarque, fui al baño del aeropuerto. Me lavé el rostro. Me quité el labial con una toalla de papel. Me miré en el espejo.

Los ojos aún estaban rojos. Pero había algo nuevo en ellos.

Foco.

Hambre de aire.

Volví al área de espera y me senté cerca de la ventana, abrazando mi maleta como si fuera un pedazo de lo que quedaba de mí.

Afuera, el cielo comenzaba a aclarar. El azul oscuro de la madrugada daba paso a un tono grisáceo y suave, como si el mundo dijera que, de verdad, todo podía empezar de nuevo.

Saqué el boleto de cine del bolsillo y lo abrí. Las letras estaban un poco desvanecidas. Pero la fecha seguía allí. El inicio de todo. O tal vez el final.

Sonreí.

Una sonrisa pequeña, torcida.

Pero verdadera.

Me estaba yendo.

Y aunque no supiera lo que me esperaba...

Por primera vez en mucho tiempo, no sentía miedo.

                         

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