Gabriel apareció justo a tiempo, con un traje negro perfectamente entallado y el mismo desaliño encantador de siempre. Le guiñó un ojo a Helena en cuanto la vio.
-Estás preciosa. Pareces recién salida de una joyería. ¿Seguro que no eres un maniquí? -le susurró con burla.
Helena sonrió en todo momento, aunque por dentro deseaba golpear a su prometido.
-Y tú pareces recién salido de una película indie mal dirigida -respondió entre dientes, sin dejar de posar para las cámaras -pudiste hacerte un corte decente al menos.
Gabriel solo sonrió son prestarle atención a las criticas de su prometida, al parecer ella lo odiaba, irse a vivir con esa mujer seria lo mas complicado.
La prensa estaba ahí. Los flashes explotaban como fuegos artificiales. Un dron sobrevolaba grabando tomas aéreas para las noticias del día siguiente. Era el evento social del mes.
Y entonces, Gabriel lo hizo.
Sacó una pequeña cajita de terciopelo azul y, frente a todo el mundo, se arrodilló.
Helena tragó saliva.
Abrió la caja.
Silencio.
Dentro había un anillo. Un anillo muy sencillo. Una fina banda de oro con una piedra redonda apenas perceptible. ¿Era eso... circonita? ¿O una lágrima de ángel sin presupuesto?
El murmullo entre los periodistas fue inmediato. Los rumores eran que Helena Windsor, heredera del imperio Windsor & Co., recibiría una joya de 10 quilates, quizás una reliquia de la corona o un diamante rosa de los que aparecen en subastas millonarias.
Pero no. Ahí estaba ella. Frente a decenas de cámaras. Con un anillo que parecía salido de una tienda vintage de segunda mano.
Pero debía de guardar la calma, no podía gritar ni hacer un escándalo descomunal, en su mente ella le lanzaba el anillo al rostro.
Como podía ser tan tacaño, acaso quería que ella fuera la burla de la ciudad.
-¿Te gusta? -preguntó Gabriel, con esa sonrisa de "me vale todo" en los labios.
Helena contuvo un espasmo en la ceja. El músculo de su mejilla temblaba como si una revolución se estuviera gestando bajo su piel.
Pero sonrió. Como una actriz de Oscar. Tenía ganas de tomar por el cuello a su arrogante prometido y darle una lección, pero debía de contenerse por el bien de sus familias. Respiro profundamente y trato de calmarse.
-Es... precioso. Tan... minimalista. Tan pequeño y sin gracia.
-Menos, es más, dicen por ahí -agregó él con un guiño.
-Más te vale que ese menos tenga un seguro millonario -le siseó ella entre dientes, sin dejar de mostrar los dientes.
Las cámaras captaron la escena desde todos los ángulos. El video se volvió viral en cuestión de horas. El titular más compartido decía:
"El diamante invisible: ¿Gabriel Devereux juega al anticapitalismo con Helena Windsor?"
Lo peor para Helena no era el anillo. Ni siquiera Gabriel.
Era que el mundo entero comenzaba a notar algo raro... y eso, en su mundo de perfección y control, era lo más peligroso de todo.
Por dentro la rabia burbujeaba como un volcán, obviamente Gabriel no quería casarse con ella, al menos tenia la responsabilidad de fingir que era real, que estaban enamorados, aunque no fuera de esa manera.
Al parecer el niño rico no entendía el peso de su apellido, ella comprendía bien su responsabilidad. Su abuelo no tomaría una decisión tan apresurada solo por casualidad y ella no era estúpida, debía de investigar que había detrás de ese compromiso tan apresurado.
Gabriel se veía tan relajado como si nada le importara y eso la hizo enojar mucho más, era un imbécil, guapo, pero imbécil.
Helena se obligaba a sonreír. Cada músculo de su rostro estaba en guerra, sus labios formaban la sonrisa perfecta mientras por dentro solo quería arrancarse el anillo y arrojárselo a la cara de Gabriel. Las cámaras continuaban disparando flashes como metralla, y ella, la Windsor perfecta, debía aguantar.
Cuando finalmente logró soltarse de la multitud de curiosos, periodistas y fotógrafos, caminó con paso firme hacia el baño privado del salón. Su vestido dorado se deslizaba con la majestuosidad de una reina, pero en cuanto cerró la puerta detrás de ella, la máscara se resquebrajó.
-¡Ese imbécil lo hizo para burlarse de mí! -escupió furiosa, mirándose al espejo. Sus manos temblaban mientras sostenía la pequeña joya en su dedo-. Solo mira esta baratija... mañana estaré en boca de todos.
Amanda entró poco después, con el mismo aire elegante, aunque mucho más relajado.
Cerró la puerta y cruzó los brazos, observando a su hermana como si fuera un espectáculo.
-Bueno... es minimalista, ¿no? -intentó bromear, inclinándose para mirar más de cerca el anillo que brillaba apenas bajo la luz del tocador. En verdad, más parecía una burla que la unión de dos imperios.
Helena giró la mano con rabia, como si el objeto la quemara.
-Esto no es minimalismo. Es una provocación. Una Windsor nunca había sido tan humillada en público.
Amanda suspiró y apoyó la espalda en la pared, cruzando las piernas con calma.
-No lo tomes a mal, hermana. Solo es un contrato, ¿recuerdas? No es como si él te amara ni tú a él. Es un negocio. Un trato firmado por dos viejos poderosos que creen que el mundo sigue girando a su antojo.
Helena cerró los ojos y respiró profundamente, intentando que la ira no la consumiera por completo. El aire olía a rosas y a perfume caro, pero dentro de ella solo ardía el humo del orgullo herido.
-Lo sé -murmuró con voz contenida-. Sé que es un contrato. Pero lo que me enoja es que lo hace para molestarme. No es ingenuidad, Amanda, es intencional. Le encanta verme perder la calma.
Amanda sonrió con esa picardía juvenil que siempre la caracterizaba.
-Quizá, pero tampoco exageres. A los hombres se les da fatal esto de los detalles. Seguro fue a la primera joyería barata y dijo "esa, la que brilla poquito" sabes que los chicos son un poco... tontos.
Por primera vez esa noche, Helena dejó escapar una sonrisa breve, rota pero real.
-En eso tienes razón. Nunca dejes que un hombre escoja nada importante. Ni anillos, ni vestidos... ni matrimonios.
Las dos rieron suavemente, aunque el eco se quebró en el baño, cargado de tensión. Helena volvió a mirar el anillo y sus ojos se oscurecieron con determinación.
-Pero te lo juro, Amanda -dijo con un filo de acero en su voz-, me va a escuchar.
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Mientras tanto, en el salón principal, Gabriel estaba en su salsa. Rodeado de empresarios que lo miraban con suspicacia, sonreía como si hubiera contado el mejor chiste de la noche. Tenía una copa de whisky en la mano y la postura relajada de alguien que no carga el peso de un apellido centenario sobre los hombros.
Algunos lo felicitaban con cierta incomodidad, otros murmuraban a espaldas, preguntándose si aquello había sido un error estratégico o una provocación. Gabriel simplemente levantaba su copa y brindaba, ignorando los cuchicheos.
Cuando Helena volvió al salón, impecable y con su máscara nuevamente en su lugar, lo encontró conversando con dos inversionistas que parecían más interesados en su despreocupación que en sus respuestas. Ella caminó hasta él con paso firme y se colocó a su lado, como una estatua de oro junto a una tormenta andante.
-Querido -dijo Helena con esa voz aterciopelada que engañaba a todos-, ¿no crees que ya es suficiente espectáculo por esta noche?
Gabriel la miró de arriba abajo, esa media sonrisa suya burlándose de todo y de todos.
-¿Estás celosa de la atención, princesa?
-Tenemos que hablar -replicó ella entre dientes, sin perder la sonrisa para las cámaras cercanas.
Él bebió un sorbo más de whisky y se inclinó apenas hacia su oído.
-Dame un segundo mi amor, estoy algo ocupado.