Su vestido era un diseño exclusivo de Elie Saab, bordado a mano durante meses, con perlas antiguas traídas desde Grecia. Su cabello recogido en un moño clásico, adornado con una tiara Windsor, un símbolo que pocas mujeres en la historia habían llevado. Caminaba como una reina hacia el altar, pero en su interior, todo era una tormenta.
No estaba enamorada.
No estaba feliz.
Pero al menos, se vería gloriosa.
Gabriel la esperaba al frente, impecable en un esmoquin hecho a la medida. Tenía el cabello ligeramente despeinado -como siempre- y una expresión que oscilaba entre aburrimiento y sarcasmo.
Cuando la vio acercarse, sus ojos se suavizaron... apenas.
-Llegas tarde -murmuró cuando se encontraron.
-Es tradición que la novia lo haga -respondió ella con una sonrisa angelical y asesina al mismo tiempo.
El sacerdote carraspeó. La ceremonia comenzó.
No hubo lágrimas. No hubo emoción. Pero hubo impacto. Cada mirada, cada palabra, cada gesto estaba calculado para la prensa. Cuando intercambiaron votos, Gabriel los dijo como si recitara una receta de cocina. Y Helena, como si leyera un contrato de negocios.
El beso fue breve. Profesional. Frío.
Pero las fotos fueron perfectas.
Después, la recepción en la mansión Devereux -Windsor fue de otro mundo: orquesta en vivo, fuegos artificiales, un pastel de siete pisos, y los invitados más influyentes de Europa. Todos querían verlos juntos. Todos querían la exclusiva.
Pero Helena... solo quería un momento de silencio.
Cuando por fin logró escapar del bullicio, subió a su habitación -ahora la habitación nupcial- esperando encontrar a Gabriel allí. Pero no estaba.
Esperó. Y esperó.
Minutos. Luego una hora.
Finalmente, bajó furiosa en busca de él.
Encontró a uno de los empleados que le informó con una mezcla de nervios y resignación:
-El señor Devereux pidió el auto hace media hora, señora. Dijo que tenía cosas pendientes. No especificó dónde iba.
Helena sintió que se le encendía la sangre.
¿El día de su boda? ¿Su primera noche juntos? ¿Y él simplemente se había ido?
Subió de nuevo, quitándose el velo con violencia. Se paró frente al espejo y se miró. Su vestido de princesa, su maquillaje perfecto... todo en vano.
Porque el príncipe no estaba.
Por primera vez en mucho tiempo, una Windsor fue abandonada en su noche de bodas.
-Idiota arrogante... -murmuró, antes de quitarse el anillo con rabia y lanzarlo sobre la cama.
En algún rincón de la ciudad, Gabriel se sirvió un whisky en una habitación privada. Observó las luces de la ciudad con calma.
Sabía que ella estaría furiosa.
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Lord Edmund lo notó enseguida. El rostro de Helena al subir las escaleras era impecable, perfectamente maquillado, pero sus ojos... sus ojos gritaban una furia contenida. Y él, que había aprendido a leer los gestos más pequeños en salones llenos de hienas vestidas de etiqueta, entendió que algo no andaba bien.
No tuvo que esperar demasiado. Minutos después, un discreto mayordomo le susurró al oído la noticia que no quería escuchar: su hijo había desaparecido. Había pedido el auto y se había marchado sin dar explicaciones.
El golpe fue como un mazazo. ¿Cómo podía Gabriel, precisamente en esa noche, dejarla sola? ¿Cómo podía hacerlo quedar en ridículo frente a los aliados, los socios, frente al mundo entero? Un Devereux nunca se escondía. Un Devereux nunca huía.
Respiró hondo, conteniendo el impulso de salir él mismo a buscarlo. Nadie debía notar la ausencia. Esa noche debía ser perfecta. Esa unión era demasiado importante para que el capricho de su hijo la ensuciara.
Un murmullo recorrió el salón cuando Helena reapareció. Había cambiado su vestido nupcial por un atuendo de noche color marfil que caía como seda líquida sobre su cuerpo. Cada movimiento suyo atraía la atención como si fuese un imán. Caminaba con la gracia de una reina, con una sonrisa impecable dibujada en los labios, sin una sola fisura en la máscara que había decidido llevar.
Lord Edmund no pudo evitar admirarla. Esa joven sabía lo que estaba haciendo: estaba salvando la velada. Estaba protegiendo la unión, cuidando la fachada que Gabriel había puesto en riesgo.
Llegó el momento del vals, y los invitados comenzaron a esperar expectantes el primer baile de los recién casados. El silencio se extendió como una sombra incómoda. Helena estaba sola. La tensión se palpaba.
Lord Edmund avanzó entre la multitud con determinación. Llegó hasta ella y, con un gesto impecable, le ofreció su mano.
-Permítame el honor, querida.
Helena lo observó por un segundo. En su mirada había dolor, había rabia, había orgullo... pero nada de eso llegó a sus labios. Le regaló una sonrisa perfecta y asintió con la cabeza.
-Será un honor, Lord Devereux.
La orquesta comenzó a tocar y ambos se deslizaron por la pista. Era un cuadro extraño: no la novia con su esposo, sino con su suegro. Pero nadie se atrevió a cuestionarlo. La dignidad con la que Helena sostenía la frente en alto bastaba para acallar cualquier susurro.
Mientras se movían al compás de la música, Edmund bajó la voz.
-Perdóname por mi hijo. No sé qué demonios pasó por su mente esta noche.
Helena sostuvo su mirada.
-No se preocupe, Lord Devereux. Nadie lo sabrá.
Él asintió con un nudo en la garganta. Era consciente de que esa joven tenía más temple que muchos hombres de su edad. Su hijo, en cambio, parecía empeñado en arruinarlo todo. ¿Cómo era posible que no pudiera ver la joya que tenía frente a sus ojos?
El vals terminó y los aplausos llenaron la sala. Helena se inclinó con una reverencia elegante, sonriendo como si nada hubiese ocurrido, como si su esposo no la hubiese dejado sola en la noche más importante de su vida.
Por dentro, sin embargo, ardía en un fuego helado. Había jurado no ser nunca la mujer abandonada, la esposa desechada. Y Gabriel, con su ausencia, le había declarado una guerra silenciosa.
Esa sonrisa que mantenía frente a todos era su primera arma. Y no pensaba rendirse.
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Del otro lado de la ciudad, todo era silencio.
Gabriel Devereux caminaba por el largo pasillo de la clínica privada. Ya no necesitaba que nadie lo guiara. Sabía cuántos pasos exactos había desde el ascensor hasta la habitación 409. Lo había contado cientos de veces. Sus zapatos resonaban sobre el mármol blanco como si cada paso pesara más que el anterior.
Entró sin anunciarse.
Ahí estaba ella. La mujer más fuerte que había conocido. La única que alguna vez había logrado hacerlo llorar de verdad.
Su madre.
Estaba recostada, con el rostro sereno, los labios ligeramente curvados en una expresión tranquila, casi como si soñara con algo dulce. Tres años en coma. Tres años de visitas semanales. Tres años sin respuestas.
-Hola, mamá... -murmuró, dejando el ramo de peonías blancas sobre la mesita de noche, sus flores favoritas.
Se sentó a su lado, como siempre lo hacía. Y como siempre, tomó su mano con cuidado, como si al mínimo roce pudiera romperla.
-Hoy fue uno de esos días -dijo en voz baja, girando la copa de whisky entre sus dedos-. Fui a la oficina por la mañana. Mi padre gritó un poco, ya sabes, lo de siempre. Después almorcé con Parker. Vimos a un tipo caerse en la acera por mirar su celular y... bueno, no te lo voy a negar, nos reímos demasiado.
Se rio él también, solo un poco. Solo por no llorar.
Hizo una pausa larga.
-Y.... también vi a Helena. Ya sabes, la Windsor. Aquella que salió en la portada de Vogue el mes pasado... Sí, esa. Sigue siendo igual de insoportable, pero... interesante, de algún modo.
No dijo más. No dijo que se había casado. No dijo que el apellido Windsor ya era parte de él por contrato, por presión, por deber.
-Sé que no te gustaría saberlo, mamá. Tú siempre quisiste que me casara por amor. Con una mujer que me hiciera reír. Que me escuchara. Que entendiera que detesto las fiestas y que no soporto los anillos apretados.
Se quedó mirando el techo. No hubo respuesta.
-Pero es complicado... Y a veces uno hace cosas que no quiere para proteger lo que ama. Para protegerte a ti.
Bebió el último trago del vaso. Sintió el ardor bajar lento, como un recordatorio de que aún estaba vivo.
-Hoy fue... importante. Supongo. De esos días que deberían doler más o menos. No lo sé. Solo sé que tú no estás para verlo, y eso lo hace todo distinto. Más vacío. Más... ridículo.
Se inclinó y le besó la frente, como cuando era niño y ella lo abrazaba tras una pesadilla.
-Te extraño.
Se quedó un rato más en silencio, escuchando el sonido de la máquina que monitoreaba sus signos vitales. Era el único ritmo que le daba paz.
Al salir, miró su reflejo en el cristal de la puerta. Se veía como un hombre casado. Pero por dentro, seguía siendo el mismo niño que solo quería que su madre despertara y le dijera que todo estaría bien.
Encendió un cigarrillo mientras esperaba el auto. No lo fumó. Solo lo sostuvo entre los dedos, como un vicio viejo que ya no tenía sentido.
-Te juro que no dejaré que esto se convierta en otra jaula -murmuró para sí mismo.
Aunque nadie lo supiera, ese día sí dolía un poco.