Damián estaba en el sofá, y Sofía estaba acurrucada a su lado, con la cabeza en su hombro. Su madre, Cecilia Montenegro, estaba sentada frente a ellos, radiante de aprobación. Era una imagen de felicidad doméstica, y a Aliana le pareció grotescamente irónica.
Sofía la vio primero y soltó un grito ahogado, saltando como si la hubieran sorprendido haciendo algo malo.
-¡Aliana! ¡Ya volviste! Damián estaba tan preocupado -dijo Sofía, su voz goteando una dulzura falsa-. Mi coche se descompuso y tuvo que venir a buscarme. Lo siento mucho.
Cecilia resopló con desdén.
-Algunas personas simplemente no conocen su lugar. Damián, no deberías tener que disculparte con una sirvienta.
Cecilia abrió entonces una caja de terciopelo. Dentro había un hermoso brazalete de esmeraldas. Era una reliquia de la familia Garza, transmitida de generación en generación.
-Sofía, querida -dijo Cecilia, su voz melosa-. Esto le pertenece a la futura señora Garza. Quiero que lo tengas.
-Señora Montenegro, no puedo -dijo Sofía, fingiendo modestia, pero sus ojos estaban pegados a las gemas brillantes.
Damián parecía incómodo.
-Mamá, Aliana y yo se suponía que...
-¿Se suponía que qué? -lo interrumpió Cecilia-. Sofía es la única digna de ser tu esposa. Mírala, tan elegante. Y mira a... ella. -Hizo un gesto despectivo hacia Aliana.
Sofía, siempre la actriz, miró a Aliana.
-Oh, Aliana, lo siento mucho. Todo esto es mi culpa. No debí haber llamado a Damián. Debes estar muy molesta.
Aliana avanzó, su expresión indescifrable. Se detuvo frente a Sofía y tomó el brazalete de la mano de Cecilia.
-Es hermoso -dijo Aliana, con voz tranquila. Tomó la delicada y manicurada mano de Sofía y le deslizó el brazalete en la muñeca-. Te queda bien.
La piel de Sofía era suave y tersa. Aliana miró sus propias manos, los callos y las pequeñas cicatrices de años de fisioterapia y trabajo doméstico. El contraste era brutal.
-Ahí está -dijo Aliana, retrocediendo-. Se ve perfecto.
Se dio la vuelta para irse.
-¡Aliana, espera! -gritó Damián, dándose cuenta finalmente de qué día era-. La licencia de matrimonio...
La siguió hasta el pasillo, agarrándola del brazo.
-Iba a ir. El coche de Sofía de verdad se descompuso.
-Lo sé -dijo Aliana, sin mirarlo.
-Entonces, ¿por qué actúas así? -exigió él, su voz elevándose con frustración-. Es solo un pedazo de papel. Podemos conseguirlo en cualquier momento.
-Deberías volver con tu madre -dijo Aliana, su tono gélido-. Y con la señorita Beltrán.
Siempre había llamado a su madre "señora Garza". La repentina formalidad de "tu madre" no pasó desapercibida para él. Era una línea que se estaba trazando.
-¿Qué demonios te pasa? -espetó él, su agarre apretándose-. ¿Estás haciendo un berrinche porque llegué tarde? Después de todo lo que he hecho por ti, dejándote quedarte aquí...
-¿Todo lo que has hecho por mí? -interrumpió Aliana, su voz peligrosamente baja. Finalmente se giró para mirarlo, y sus ojos eran como trozos de hielo-. ¿O es después de todo lo que yo he hecho por ti?
Él pareció desconcertado por su tono.
-No te atrevas a intentar hacerme sentir culpable con eso. Te debo una, lo sé. ¡Pero eso no significa que seas mi dueña!
La acusación, tan infundada y cruel después de cinco años de su devoción desinteresada, fue el golpe final. Una risa amarga se escapó de sus labios.
Metió la mano en su bolso y sacó los trozos rotos de la solicitud de matrimonio. Los sostuvo frente a su cara.
-Tienes razón -dijo, su voz temblando ligeramente-. No me debes nada.
Dejó que los pedazos cayeran de sus dedos, esparciéndose a sus pies como hojas muertas.
-Y yo ya no quiero nada de ti.
Su rostro se oscureció de rabia.
-¿Crees que este pequeño drama cambiará algo? ¿Crees que hacer un berrinche hará que te desee más?
La agarró, atrayéndola hacia él.
-¿Quieres ser la señora Garza? Bien. Pero no vuelvas a hacer una estupidez como esta. Yo soy el que decide cuándo y si nos casamos. No tú.
Todavía creía que tenía el control. Todavía creía que ella era la misma chica débil que haría cualquier cosa por él.
-Quítame las manos de encima, Damián -dijo ella, su voz desprovista de toda emoción.
-¿Qué dijiste? -gruñó él, su orgullo herido.
-Dije, quítame las manos de encima -repitió ella, mirándolo directamente a los ojos-. Y ve a cuidar de Sofía. Parecía tan asustada cuando entré. Deberías consolarla.
Estaba tan aturdido por su frialdad que su agarre se aflojó. Sintió una extraña inquietud, un destello de algo que no podía nombrar, pero lo reprimió.
Solo estaba siendo dramática. Se le pasaría. Siempre se le pasaba.
-Bien -dijo, soltándola-. Quédate en tu cuarto y cálmate. Te llamaré cuando esté listo para lidiar contigo.
Se dio la vuelta y regresó a la sala, de vuelta con Sofía, sin darle a Aliana una segunda mirada.
Aliana lo vio irse. Una sonrisa amarga asomó a sus labios.
¿Llamarme?, pensó. Ya no tendrás mi número por mucho más tiempo.
El juego había terminado. Y ella finalmente había decidido dejar de jugar.