-¿Tomar qué, señorita Garza? Simplemente colocamos los huesos rotos.
Una risa seca y amarga escapó de mis labios.
-No me mienta -dije, mi voz ganando fuerza-. Me haré un escaneo corporal completo en otro hospital en cuanto salga de aquí. Y cuando muestre una costilla faltante, mi abogado no solo lo demandará por negligencia, lo acabará. Se asegurará de que nunca vuelva a ejercer la medicina.
Hice un movimiento para sentarme, para salir de la cama, un farol para mostrarle que hablaba en serio.
El doctor entró en pánico.
-¡No, no, por favor, señorita Garza, no se levante! ¡Se le abrirán los puntos!
Corrió a mi lado, sus manos revoloteando nerviosamente.
-Por favor -suplicó, su voz bajando a un susurro desesperado-. No fue mi elección. El señor De la Torre, me obligó. Amenazó con llevar a la quiebra al hospital, con retirar toda la financiación de los De la Torre.
Mi corazón sentía que sangraba.
Claro. Moverían cielo y tierra, amenazarían y destruirían, todo por una mujer que ni siquiera era parte de su familia. Todo por una baratija hecha de mi hueso.
La Sofía ingenua y de corazón blando de mi vida pasada se había ido. Había sido reducida a cenizas en ese incendio.
La mujer que despertó en su lugar estaba hecha de acero y hielo.
-Sus excusas no me sirven de nada -le dije al doctor, mi voz desprovista de piedad-. Enfrentará las consecuencias de sus actos. Espere noticias de mi abogado.
Justo en ese momento, la puerta de mi habitación se abrió.
Santiago, Bruno y Adrián entraron, sus rostros con máscaras de preocupación.
Y con ellos estaba Ximena.
Alrededor de su delicado cuello, en una fina cadena de plata, colgaba un pequeño y pulido trozo de hueso blanco.
Mi costilla.
Mis ojos se clavaron en ella. La prueba de su crueldad, llevada como un trofeo.
Empecé a reír. Fue un sonido salvaje y desquiciado que hizo que todos me miraran alarmados.
-Sofía, cálmate -dijo Bruno, dando un paso adelante-. No le hagas pasar un mal rato al doctor. Hizo lo mejor que pudo.
-No me toques -espeté cuando extendió la mano para tomar la mía. Su contacto se sentía como hielo.
El ceño de Santiago se frunció con molestia.
-¿Por qué estás haciendo un berrinche ahora, Sofía?
Sonreí, una curva afilada y peligrosa en mis labios.
-¿Todavía estás fingiendo, Santiago? ¿Todavía juegas el papel del hermano amoroso?
Tuvo la audacia de parecer confundido.
-¿De qué estás hablando?
-Mi costilla -dije, mi voz bajando a un susurro mortal mientras señalaba con un dedo tembloroso el collar en el pecho de Ximena-. Me quitaste mi costilla.
Los ojos de Santiago parpadearon, y lanzó una mirada furiosa al doctor acobardado. La máscara había desaparecido. Su rostro era una lámina fría y dura de indiferencia.
-¿Y qué si lo hice? -dijo, su tono casual, despectivo-. Es solo un hueso. No es como si lo necesitaras. Se lo di a Ximena.
Me miró como si fuera una niña tonta quejándose de un juguete robado.
-Te compraré algo para compensarte -añadió, como si un bolso nuevo pudiera reemplazar una parte de mi cuerpo.
Mi pecho se oprimió.
-¿Compensarme? -susurré-. ¿Cómo? ¿Por qué no le quitaste una de sus costillas, Santiago? Ya que es tan preciosa para ti.
¿Cómo se compensa una vida de mentiras? ¿Una sentencia de muerte? ¿Un amor que fue una farsa completa?
El rostro de Santiago se ensombreció.
-No seas tan mezquina, Sofía. Ximena nunca sería tan desagradecida.
Esa línea de nuevo. Esa comparación. Era el cuchillo que siempre usaba, retorciéndolo más profundo cada vez.
-Tienes razón -dije, mi voz elevándose con un toque histérico-. Soy mezquina. Fui mezquina al dejar que se mudara a nuestra casa. ¡Fui mezquina al dejar que le dieras todo el amor que se suponía que era mío!
Mi voz se quebró.
-¿Es esto lo que querías, Santiago? ¿Verme así? ¿Rota y suplicando?
Él solo me miró, un destello de algo indescifrable en sus ojos. Parecía genuinamente desconcertado por mi arrebato.
Por un momento, su mano comenzó a extenderse hacia mí, como por instinto.
Pero Ximena lo detuvo.
Envolvió sus brazos alrededor de los de él, su rostro una máscara de inocencia herida.
-Santiago, quizás no debí haberlo aceptado -susurró-. Si hace tan infeliz a Sofía... debería irme.
-No seas ridícula -gruñó él, su atención volviendo inmediatamente a ella.
-Yo me iré -dije, mi voz plana-. Pero ella dejará mi propiedad atrás.
Antes de que alguien pudiera reaccionar, me abalancé hacia adelante. Ignorando el dolor abrasador en mi costado, agarré la cadena alrededor del cuello de Ximena y la arranqué.
Ximena chilló como si la hubiera apuñalado.
Los tres hermanos la rodearon al instante, sus cuerpos formando un escudo protector.
-¿Qué te pasa? -gritó Adrián, su rostro contorsionado en un gruñido furioso.
El rostro de Santiago era una tormenta. Avanzó hacia mí, con los ojos encendidos.
-¡Solo estás celosa! -rugió, su voz resonando en la pequeña habitación-. ¡Estás celosa de que nos preocupemos por ella! ¡Siempre has sido una mocosa malcriada y egoísta, pero esto es demasiado!
Me agarró del brazo, su agarre como un tornillo de banco.
-Te lo advierto, Sofía. Deja de forzar las cosas.
Mi mano, que aferraba el collar, temblaba.
Tenía razón. Estaba celosa. Pero no de ella.
Estaba celosa de la chica que solía ser. La chica que creía sus mentiras, que vivía en una jaula de oro de su afecto.
A sus ojos, todo lo que hacía estaba mal. Cada protesta era un berrinche. Cada lágrima era una manipulación.
Santiago me empujó contra la pared, su rostro a centímetros del mío. Sus ojos estaban inyectados en sangre.
-En esta familia solo hay lugar para una de las dos -siseó, su voz un susurro venenoso-. Y si sigues así, no serás tú.
Sus palabras fueron un golpe físico.
Me arrancó el collar de la mano, sus dedos rozando los míos. Estaban fríos como la muerte.
Miró el hueso en su mano, luego de nuevo a mí, con una sonrisa cruel en sus labios.
-Que Ximena lleve un pedazo de ti debería ser un honor, Sofía. Deberías estar agradecida.