Pero no tenía miedo. Estaba demasiado entumecida, demasiado rota para sentir miedo. Simplemente encontré su mirada, con la barbilla en alto.
Su teléfono estaba en su mano en un instante. Hizo una llamada al director de mi firma.
-Clara Solís está despedida del proyecto de la Torre Olimpo. Con efecto inmediato. -Hizo una pausa, escuchando-. No me importa el contrato. Mi empresa cubrirá cualquier penalización.
Colgó y luego hizo otra llamada, esta vez al presidente del Gremio de Arquitectos.
-Quiero que Clara Solís esté en la lista negra -dijo, su voz como el hielo-. Ninguna firma en esta ciudad la contratará. Si lo hacen, pierden el negocio del Grupo Ferrer.
Me miró, una sonrisa cruel jugando en sus labios.
-Estás acabada, Clara. Durante los próximos cinco años, no diseñarás ni una casa de perro en este país.
Cinco años. Me estaba sentenciando a cinco años de exilio profesional. Estaba en la cima de mi carrera, en la cúspide de mis poderes creativos. Y me lo estaba quitando todo con dos llamadas telefónicas.
Aunque ya había decidido irme, la finalidad de sus palabras, la pura malevolencia, me heló hasta los huesos. ¿Nuestros años juntos no significaban nada para él? ¿No quedaba ningún afecto persistente, ninguna pizca de decencia?
Toda la situación parecía una broma macabra.
Esa noche, volví al penthouse para empacar lo último de mis cosas. El espacio se sentía hueco y vacío, mis toques personales ya se habían ido. Ahora era solo una casa, ya no un hogar.
Recordé el día que nos mudamos. Damián me había cargado para cruzar el umbral, prometiendo que llenaríamos las habitaciones con una vida de felicidad. Era tan tierno entonces, tan lleno de amor y promesas. Todo se sentía como un sueño de otra vida.
Se acabó. Todo se había ido.
Mientras sellaba la última caja, una ola de mareo me invadió. La habitación giró y un dolor agudo me atravesó el abdomen. Tropecé, agarrándome a una silla para sostenerme.
Mi visión se nubló. Necesitaba ayuda. Saqué mi teléfono, mis dedos torpes mientras marcaba el número de Damián. Fue un reflejo, un acto desesperado de un yo pasado que todavía creía que a él le importaría.
Contestó al segundo timbre.
-¿Qué quieres, Clara? -Su voz era fría e impaciente.
-Damián, no me siento bien... -logré susurrar antes de que una nueva ola de dolor me hiciera jadear.
-Estoy ocupado, Clara. No me molestes con tus dramas.
Colgó.
El teléfono se me resbaló de la mano. El dolor se intensificó y mis rodillas se doblaron. Me derrumbé en el frío suelo de mármol, la oscuridad cerrándose a mi alrededor.
No sé cuánto tiempo estuve allí. Cuando volví en mí, el dolor había disminuido a un dolor sordo. Estaba sola. Me arrastré hasta mi teléfono y marqué el 911.
En la estéril y blanca sala de emergencias, un médico me dio la noticia.
-Está embarazada, señorita Solís. De unas ocho semanas.
Embarazada. La palabra no se registró al principio. Parecía imposible, un giro cruel en una historia ya trágica. Mi primer pensamiento fue que no podía tener este bebé. No ahora. No con mi vida en ruinas.
Las siguientes palabras del médico me dejaron helada.
-Su caída causó algunas complicaciones. Si interrumpe este embarazo... es posible que no pueda tener hijos en el futuro.
La elección fue devastadora. Me senté aturdida en el pasillo del hospital, el peso de todo aplastándome.
-Vaya, vaya. Miren lo que tenemos aquí.
Levanté la vista. Era Isabela. Sonreía con suficiencia, sus ojos llenos de desprecio.
-No quiero hablar contigo, Isabela -dije, dándome la vuelta.
Me agarró del brazo, sus uñas clavándose en mi piel.
-Escuché las buenas noticias. No creas ni por un segundo que un bebé hará que Damián vuelva contigo. Ahora es mío. Nunca lo tendrás.
Me reí, un sonido cansado y amargo.
-Puedes quedártelo. No lo quiero.
Le aparté el brazo.
Ella retrocedió, montando un espectáculo, y se derrumbó en el suelo con un grito dramático.
-¡Ay! ¡Me empujó!
Y como en una obra de teatro mal escrita, Damián apareció al final del pasillo. Vio a Isabela en el suelo y a mí de pie sobre ella.
Corrió hacia adelante y me empujó, con fuerza.
-¿Qué te pasa, Clara? ¿No puedes dejarla en paz?
Perdí el equilibrio y caí hacia atrás, golpeando el duro suelo. Un dolor agudo y punzante me atravesó el estómago. Grité, agarrándome el abdomen.
Isabela estaba al instante al lado de Damián, llorando.
-Fue mi culpa, Damián. No debí provocarla. ¿Está bien?
Él ya estaba ayudando a Isabela a levantarse, secando sus lágrimas falsas. Me miró en el suelo, su expresión llena de asco.
-Voy a cambiar esa prohibición de cinco años a diez -gruñó.
Tomó a Isabela en sus brazos y comenzó a alejarse.
Al pasar, miró hacia abajo y vio la sangre. Una pequeña mancha oscura se extendía en la tela clara de mis pantalones.
Su paso vaciló. Vi un destello de confusión en sus ojos.
-Damián -susurré, el dolor dificultando mi respiración-. Estoy... embarazada.
-¡No escuches sus mentiras! -gritó Isabela, interrumpiéndome-. ¡Solo está tratando de llamar tu atención! Vámonos, me siento débil.
Eso fue todo lo que se necesitó. Me dio la espalda y se alejó, llevando a la mujer que había destruido mi vida, dejándome sangrando en el suelo del hospital.