Unos días después, apareció una solicitud de mensaje en Instagram de un nombre que no reconoció. La abrió.
Era una foto de un anillo de diamantes. Uno nuevo. Un enorme y ostentoso diamante amarillo en la mano de Rebeca. La mano de Damián sostenía la de ella. El fondo era la sala de su departamento. Su antiguo hogar.
El mensaje era de Rebeca, usando la cuenta de una amiga.
Dijo que quería hacer las cosas bien. Empezar de nuevo. Espero que puedas alegrarte por nosotros.
Jimena se quedó mirando la foto. El anillo era más grande que el suyo.
No sintió nada.
Era como mirar una foto de dos extraños. La parte de ella que se habría hecho añicos por esto ya estaba muerta. Había muerto en esa habitación de hospital.
Hizo una captura de pantalla, la guardó en una carpeta oculta de su teléfono y luego bloqueó la cuenta.
No respondió. Su silencio era su propia respuesta.
Una tarde, la vecina de su madre, la señora Gaby, vino con una cazuela. Era una mujer amable y bulliciosa que conocía a Jimena desde que nació.
"¿Cómo lo llevas, querida?", preguntó, con los ojos llenos de genuina compasión.
"Estoy bien".
"Vi a ese novio tuyo irse el otro día", dijo la señora Gaby, bajando la voz. "Damián. Vino. Se quedó en su coche de lujo al otro lado de la calle durante una hora. Luego se fue".
La espalda de Jimena se tensó.
"Él y esa otra, la rubia", resopló la señora Gaby. "Siempre pensé que había algo raro en ella. La forma en que él la miraba. No estaba bien. Te merecías algo mejor, Jime. Tu mamá siempre lo dijo".
Las palabras quedaron flotando en el aire. Tu mamá siempre lo dijo.
Ella había estado ciega, pero su madre lo había visto. Y no había dicho nada, por la frágil felicidad de su hija.
"Él era todo mi mundo", dijo Jimena, las palabras sabiendo a ceniza en su boca.
"No debería haberlo sido", dijo la señora Gaby con delicadeza. "El mundo es mucho más grande que un solo hombre".
Esa noche, Jimena no pudo dormir. Se encontró en la habitación de su madre, el olor a lavanda ahora tenue, casi desaparecido.
Se acostó en la cama y cerró los ojos.
El sueño finalmente llegó, y con él, un sueño.
Era una niña de nuevo, sentada en el columpio del porche. Su madre la empujaba, tarareando una suave melodía. El sol era cálido en su cara. Damián estaba allí, una versión adolescente de sí mismo, sonriéndole desde el césped. En el sueño, él era amable. Era seguro. Se acercó y tomó las cuerdas del columpio de manos de su madre, empujándola suavemente.
"Siempre te cuidaré, Jime", dijo.
Se despertó con lágrimas en las mejillas. El calor del sueño se desvaneció, dejando un dolor frío y duro en su lugar.
El recuerdo era una mentira. Él no había prometido cuidarla. Había prometido poseerla.
El sueño no era un anhelo por el pasado. Era su subconsciente mostrándole la fantasía a la que se había aferrado. La esperanza que él le había dado, solo para aplastarla tan completamente. Darle esa esperanza fue la parte más cruel.
A la mañana siguiente, se enfrentó a lo último de las pertenencias de su madre. El cajón de los cachivaches en la cocina. Recibos viejos, ligas, cupones caducados.
En el fondo, encontró un pequeño trozo de papel doblado. Era la factura de un veterinario.
Tenía fecha de hacía seis meses. El nombre del paciente era César. La dueña, Rebeca del Moral.
Jimena lo desdobló. No era una factura de vacunas. Era de una visita de urgencia. La sección de notas era breve.
Paciente presenta agresión no provocada. Atacó a otro perro en el parque. Se aconseja bozal y consulta de comportamiento. Dueña se niega.
La sangre de Jimena se heló.
Rebeca lo sabía. Sabía que su perro era peligroso. Había mentido. Y Damián le había creído. O no le había importado lo suficiente como para cuestionarlo.
Jimena se quedó mirando el papel. Era una prueba. Era la verdad.
Su teléfono sonó. Era un número desconocido, pero local. Contestó.
Era Damián. Debía haber conseguido un teléfono desechable.
"Jime, deja de ignorarme. Esto es una locura. Fui a casa de tu mamá. No estabas. Tenemos que encargarnos de su testamento, sus bienes..."
"No tenía bienes, Damián", dijo Jimena, con voz plana. "Tenía una casa pequeña con una hipoteca y un coche de hace diez años. No hay nada que puedas gestionar".
"Ese no es el punto", dijo él, frustrado. "¿Y el anillo? ¿El anillo de mi madre?"
Se refería al anillo de compromiso. No había sido de su madre. Lo había comprado una semana antes de la propuesta. Ella había visto el recibo por accidente. Otra mentira casual.
"No lo tengo", dijo ella.
"¿Cómo que no lo tienes? Vale una fortuna".
"Entonces deberías haberlo cuidado mejor", dijo ella.
Colgó el teléfono y arrojó la factura del veterinario sobre la mesa.
Esto era todo. La confirmación final y absoluta. A él no le importaba ella. No le importaba su madre. Le importaba un anillo. Los bienes. El control.
Tenía todas las razones que necesitaría para irse.