No había nadie cerca. Solo los árboles, que, al igual que yo, recibían en silencio la nieve sobre sus ramas desnudas, con los pocos restos de hojas que aún quedaban. Mis ojos se perdieron en la imagen de los cerezos cubiertos de blanco; incluso fuera de la primavera conservaban una belleza melancólica, como si guardaran el recuerdo de las flores que alguna vez fueron.
Pero entonces algo rompió la quietud de mi mirada. Un movimiento al otro lado de la calle llamó mi atención. Era un restaurante, no el mismo donde había cenado, sino otro, más pequeño, más discreto. Y allí, en el callejón contiguo, junto a unos cubos de basura metálicos apilados sin orden, alguien se movía.
La silueta estaba encorvada, los gestos eran rápidos, nerviosos. Revolvía entre bolsas y restos, tal vez buscando algo para comer. Por la distancia y la ropa holgada no podía distinguir si era un hombre o una mujer. Lo supe solo cuando, con un movimiento brusco, la capucha cayó de su cabeza y una cascada de cabello largo cubrió sus hombros.
Era una chica.
Me quedé inmóvil un momento, con un nudo en el pecho. Había algo en ella que me atraía: curiosidad, quizás. O compasión. O algo más profundo, algo que aún no sabía nombrar.
Me levanté del banco, sacudiendo la nieve acumulada en mi abrigo. Crucé la calle con paso decidido, las manos en los bolsillos, mientras sacaba la billetera. Quería darle algo de dinero, al menos lo suficiente para una comida caliente. Nadie debería estar hurgando en la basura en una noche tan fría.
-¡Eh, tú! -la llamé.
Ella se giró, sobresaltada, con los ojos abiertos como los de un animal acorralado. Por un instante pensé que saldría corriendo, pero entonces nuestras miradas se cruzaron.
Y en ese momento lo vi.
Había miedo en sus ojos, sí, pero también una fuerza contenida. Una belleza herida. Su rostro estaba sucio, su cabello enredado, pero aun así era hermosa -no de esa belleza perfecta y pulida, sino una belleza real, desnuda, dolida.
Me observó unos segundos, como si intentara decidir si yo representaba una amenaza.
-No voy a hacerte daño -dije con voz suave-. Solo quiero... ayudarte.
Ella dudó. Su mirada bajó hacia mi mano, donde sostenía un billete.
-Tengo hambre -susurró, casi avergonzada de admitirlo.
-Lo sé -respondí-. Ven, entremos a ese restaurante. Te invito a comer.
Permaneció quieta unos segundos más, luchando quizá contra el miedo o el orgullo. Luego, lentamente, asintió.
Caminamos juntos, sin decir palabra, hasta la entrada iluminada del restaurante. La nieve seguía cayendo sobre Seúl, pero allí, entre dos desconocidos, algo comenzaba a derretirse. Algo que ninguno de los dos comprendía aún.
Cuando sirvieron la comida, la joven empezó a comer con desesperación. Apenas se sentó y ya devoraba todo lo que tenía delante, como si temiera que la comida fuera a desaparecer. Usaba los palillos y las manos al mismo tiempo, intentando atrapar trozos de carne, arroz y verduras.
-Despacio -le pedí, llenándole el vaso de agua-. Puedes atragantarte.
Ella tomó el vaso con ambas manos, como si fuera un tesoro, y lo vació de un trago. El agua ayudó a pasar la comida, pero apenas terminó, volvió a comer con la misma urgencia.
-¿Hace cuánto que no comes? -pregunté en voz baja.
-Unos cuatro días -respondió entre bocados, con la voz apagada por el hambre.
-Dios mío... -murmuré, sintiendo un nudo en la garganta.
-Siempre que encuentro algo en la basura de los restaurantes, lo llevo a mis hermanos... y a mi padre -dijo, bajando la mirada-. ¿Cree que podría llevarles algo de aquí?
La forma en que lo pidió -con tanta timidez, con tanta humildad- me desgarró por dentro.
-Por supuesto -respondí enseguida-. Pediré que preparen lo mismo que estás comiendo, para llevar.
Ella levantó la vista, sorprendida, con un brillo de gratitud.
Le hice una señal discreta a la dueña del restaurante, una ajumma de rostro amable y expresión cansada. Mientras la chica comía, le susurré:
-La misma comida, para llevar. Tres porciones, por favor.
La mujer asintió con una leve sonrisa, entendiendo sin necesidad de más palabras.
La comida era una cena coreana tradicional, sencilla pero reconfortante.
En el centro de la bandeja había un cuenco humeante de kimchi jjigae, un guiso picante de kimchi con tofu suave, cerdo y verduras, cuyo aroma ácido y especiado llenaba el aire. A un lado, un bol de arroz blanco, perfectamente cocido, suelto y caliente.
También había varios banchan, los típicos acompañamientos coreanos: rodajas de gyeran mari (tortilla enrollada), kongnamul (brotes de soja con aceite de sésamo), oi muchim (pepino picante agridulce) y gamja jorim (papas glaseadas en salsa de soja).
Un trozo de galbi, costilla marinada y asada, completaba la comida -y era lo que más disfrutaba, desgarrando la carne con los dientes como si fuera lo más delicioso que había probado. Quizás lo era.
Al verla comer con tanta urgencia, comprendí que a veces los encuentros más inesperados son los que nos recuerdan cuánto todavía podemos hacer -por alguien, por un gesto, por una vida.
Y aquella noche helada, entre el aroma picante del kimchi y el vapor caliente de la sopa, algo dentro de mí también empezó a calentarse.
-Mi vida no siempre fue así -dijo de pronto, deteniéndose un instante-. Claro, nunca fuimos ricos, pero al menos teníamos un techo...
-¿Viven en la calle? ¿Tú, tus hermanos y tu padre? -pregunté, con un nudo en la garganta.
Ella asintió lentamente, con la mirada fija en el cuenco medio vacío.
-Sí.
El silencio nos envolvió unos segundos. La observé, intentando asimilar el peso de su respuesta. Respiró hondo antes de continuar:
-Ya casi hace un año. Al principio íbamos a refugios, pero siempre están llenos. A veces nos separan... y mi padre nunca quiso dejarnos lejos de él. Ahora vivimos en una cabaña improvisada, cerca de un callejón en Mapo-gu. Está detrás de una vieja lavandería, entre un muro agrietado y un almacén abandonado.
Hacía pausas mientras hablaba, a veces para respirar, otras para contener la emoción.
-Mi padre construyó la cabaña con madera vieja, lonas de camión y trozos de metal que encontramos. Por dentro es húmeda, fría... pero al menos tenemos dónde refugiarnos cuando llueve o nieva. Hicimos camas con mantas que hallamos en la basura. Mis dos hermanos son pequeños: uno tiene seis años y el otro nueve. A veces jugamos a que es una "fortaleza secreta", solo para que no se sientan tan mal.
La imagen que describía se formó ante mis ojos como una escena de un drama demasiado triste para ser real. Una cabaña improvisada, escondida en un rincón olvidado de Seúl, invisible para quienes viven bajo las luces de la ciudad.
Ella volvió a comer, más despacio ahora. El hambre había cedido ante el peso de los recuerdos.
-Hago lo que puedo para cuidarlos -susurró-. Me levanto temprano, paso el día buscando entre latas, tratando de encontrar algo útil. A veces vendo cables de cobre, libros viejos, ropa... pero la comida es lo más difícil. Por eso, cuando encuentro algo, se los llevo a ellos primero. Yo... solo como si sobra.
No supe qué decir. Sentí la garganta cerrarse; cualquier palabra me parecía demasiado frágil ante aquella realidad.
-¿Cómo te llamas? -pregunté al fin.
Ella levantó los ojos hacia mí, y por un instante vi en ellos un destello de esperanza.
-Soo-ah. Me llamo Soo-ah.
Y en ese momento entendí: aquella noche, aquella nieve, aquel banco en la plaza... todo me había llevado hasta ella por una razón que aún no comprendía del todo. Pero sentía que, de alguna manera, mi vida acababa de cambiar.