Subí y me senté de espaldas, obligada a observarlos mientras el coche se alejaba.
Damián pasó todo el viaje discutiendo protocolos de seguridad con Viviana.
-He duplicado la guardia en el perímetro -dijo, cubriendo la mano de ella con la suya-. Nadie se te acerca.
No me miró ni una sola vez.
Llegamos a *L'Éclat*, una boutique que lavaba más dinero para el Sindicato del que ganaba vendiendo vestidos.
El personal se apresuró a recibirnos.
-Patrón Garza -dijo el gerente, inclinándose ligeramente-. Tenemos la suite privada lista.
Damián asintió. -Muéstrale a Estela la colección de novias. Lo mejor que tengas.
Se quedó al lado de Viviana, guiándola a un sofá de terciopelo, actuando como su perro guardián personal mientras a mí me llevaban a los percheros de seda blanca.
Elegí un vestido al azar.
Era un corte sirena con mangas de encaje. Hermoso. Inútil.
Me lo puse en el probador y salí al podio.
Damián levantó la vista de su teléfono.
Por un segundo, la máscara se deslizó.
Me miró con esa desesperación cruda y hambrienta que me había mantenido atrapada durante ocho años.
-Estela -respiró, poniéndose de pie-. Te ves...
-Quiero probármelo -interrumpió Viviana.
El hechizo se rompió.
Damián se volvió hacia ella, parpadeando como si despertara de un trance. -¿Qué?
-Nunca tuve una boda de verdad -dijo Viviana, haciendo un puchero-. Aarón y yo nos fugamos. Solo quiero ver qué se siente. Solo por un minuto.
Era una demostración de poder. Pura y simple.
-Viviana, ese es el vestido de Estela -dijo Damián, pero a su voz le faltaba convicción.
-¿Por favor, Damián? -se tocó el vientre-. ¿Por el bebé? Quiero que sienta a su madre feliz.
Damián suspiró y me miró.
-Estela, *Tesoro* -dijo, usando el apodo que solía debilitar mis rodillas-. Es solo un vestido. Déjala tener este momento. Está hormonal.
Lo miré.
Miré al hombre que se suponía que era mi protector.
-Tómatelo -dije.
Regresé al probador, me bajé la cremallera del vestido y se lo entregué a la asistente.
Unos minutos después, Viviana salió con el vestido. Le quedaba demasiado ajustado, forzando las costuras, pero se pavoneaba frente al espejo.
-¿Puedes subirme la cremallera? -me preguntó, sonriendo con suficiencia en el reflejo-. Me duelen mucho los brazos.
Damián asintió hacia mí. -Ayúdala, Estela. No dejes que se tropiece.
Caminé detrás de ella.
Alcancé la cremallera.
-Te ves ridícula -susurré para que solo ella pudiera oír.
Los ojos de Viviana se encontraron con los míos en el espejo.
-Me veo como la Reina -susurró de vuelta.
Luego, extendió la mano y agarró el pesado perchero de hierro de los maniquíes junto a nosotras para posar.
Tiró de él con fuerza, perdiendo el equilibrio.
-¡Damián! -gritó.
El perchero, cargado con veinticinco kilos de metal y tela, se volcó.
Damián se movió con una velocidad que no era humana.
Se lanzó a través de la habitación.
No me alcanzó a mí.
Se lanzó hacia Viviana, apartándola del metal que caía, protegiendo su cuerpo con el suyo, envolviéndola en un capullo protector.
El perchero de hierro se estrelló.
No golpeó el suelo.
Me golpeó a mí.
La barra de metal se estrelló contra mi hombro y mis costillas con un crujido nauseabundo.
Colapsé, el peso clavándome al suelo de madera.
Un dolor blanco y candente explotó en mi pecho, robándome el aliento.
Yací allí, entre los escombros, jadeando, con sabor a cobre en la boca.
Damián se levantó de un salto, levantando a Viviana, revisándola frenéticamente en busca de rasguños.
-¿Estás herida? ¿Golpeó el vientre? -gritó.
-¡Tengo miedo! -gimió Viviana, enterrando su rostro en su cuello.
-¡Preparen el coche! -gritó Damián a sus hombres-. ¡Ahora!
La levantó en brazos y corrió hacia la salida.
No miró hacia atrás.
No revisó la pila de metal.
No me vio yaciendo rota en el suelo, viendo su espalda desaparecer a través de las puertas de cristal.