-Las notas de investigación sobre las variantes del antídoto de Acónito -espetó-. Laila las necesita. Dijo que te dejó los cálculos finales para que los revisaras porque estaba demasiado débil para sostener una pluma.
Solté una risa seca y estertórea. Me dolieron las costillas.
-¿Te refieres a la investigación que yo hice? ¿La investigación que ella ha estado presentando como suya durante tres años?
Simón me agarró por los hombros y me sacudió.
-¡No te atrevas a calumniarla! Laila es la maestra de pociones más joven en la historia de la Manada Luna de Plata. Tú eres solo su asistente. Ahora dame el cuaderno.
-Está en mi bolsa -susurré, señalando la desgastada bolsa de lona que llevaba el guardia.
Le arrancó la bolsa de la mano al guardia y rebuscó en ella hasta encontrar el cuaderno encuadernado en cuero. Contenía meses de mi trabajo. Mi letra. Mi genio.
Mi madre caminó detrás de él, sus tacones resonando bruscamente en el azulejo como disparos.
-¿Lo tienes?
-Sí -dijo Simón, aferrando el libro como una reliquia sagrada-. Trató de afirmar que era suyo otra vez.
Mi madre me miró con puro asco.
-Eres patética. Robando la gloria de tu hermana incluso cuando yace en su lecho de muerte. La manada es primero, Zora. Laila es el futuro. Tú no eres más que una mancha que tenemos que limpiar.
Justo entonces, la puerta de la suite VIP se abrió. Laila estaba allí, sentada en una silla de ruedas, empujada por una enfermera. Se veía pálida, hermosa y frágil; la víctima perfecta.
Vio a Simón sosteniendo el cuaderno y ofreció una sonrisa débil y temblorosa.
-Oh, Simón... gracias. Estaba tan preocupada de que Zora lo... perdiera.
Me miró entonces. Sus ojos azules no tenían enfermedad; tenían triunfo. Dejó que su mirada recorriera mi cuerpo, burlándose de mi incapacidad para transformarme, burlándose de la debilidad que ella había causado al envenenarme durante meses.
Se recargó en Simón mientras él corría a su lado. Vi su mano rozar su brazo, y vi la chispa de electricidad estática. No era el vínculo de compañeros, era magia robada. Estaba sifonando la energía de la esencia que me había arrancado hace cinco años para imitar la conexión.
-He terminado -dije, mi voz hueca-. Tomen el libro. Tomen la esencia. Tomen todo.
Me di la vuelta y caminé hacia la sala de preparación, ignorando al guardia. Necesitaba cortar los últimos hilos.
Dentro de la pequeña sala de espera, encontré los pocos artículos personales que me quedaban. Una bufanda que había tejido para Simón para el próximo invierno. Una foto de mis padres de antes de que cumpliera dieciocho.
Caminé hacia el incinerador de riesgo biológico en la esquina.
Tiré la foto dentro. Luego, sostuve la bufanda. Era suave, hecha de la lana gris más fina. Había vertido mi amor en cada puntada, esperando que él la usara y finalmente me oliera en ella.
La dejé caer en las llamas.
-Adiós -susurré.
De repente, una ola de náuseas me golpeó. Me doblé, vomitando. Un lodo espeso y negro salpicó el inmaculado piso blanco. Mi loba interior aulló, un sonido de pura agonía que resonó en mi cráneo. El acónito había llegado a mi corazón.
La puerta se abrió de golpe. Simón y Laila estaban allí de nuevo. Laila lloraba histéricamente.
-¡Lo arruinó! -gritó Laila, señalándome-. ¡Cambió los números! ¡La dosis está mal! ¡Si hubiera usado esto, habría matado a los sujetos de prueba!
Simón irrumpió hacia mí, pisando justo en el charco de mi sangre tóxica sin siquiera notarlo. Me agarró por el cabello, forzando mi cabeza hacia arriba.
-Viciosa y pequeña serpiente -gruñó, su cara a centímetros de la mía-. ¿Trataste de sabotear su trabajo? ¿Trataste de hacerla ver incompetente ante el Consejo?
-Yo no... -jadeé, la sangre burbujeando más allá de mis labios-. Esas son... las fórmulas... correctas...
-¡Mentirosa! -chilló Laila desde su silla de ruedas-. ¡Quieres que falle! ¡Quieres que Simón me odie!
Mi madre entró, echó un vistazo a la escena -yo de rodillas, sangrando negro, Simón sosteniéndome por el cabello- y emitió su juicio al instante.
-Discúlpate -ordenó-. De rodillas, Zora. Discúlpate con tu hermana, la futura Luna, por tu traición.
Miré a mi madre. Miré al hombre que se suponía era mi alma gemela.
-No -dije.
Simón gruñó, un sonido profundo y animal.
-No nos desafíes, Zora.
-No me disculparé por la verdad -dije, una extraña calma invadiéndome-. Y no me disculparé por morir.
Simón me empujó hacia atrás. Golpeé la pared con un ruido sordo.
-Prepárenla -ordenó a las enfermeras que rondaban nerviosas en el pasillo-. Córtenle la esencia. He terminado de lidiar con ella.