Punto de vista de Elena:
Traté de retroceder, pero la jaula era demasiado pequeña.
Sofía empujó la daga de plata a través de los huecos de los barrotes. No apuntó a mi lengua. Apuntó a mi brazo, que estaba levantado para proteger mi vientre.
*Shkth.*
La hoja se enterró profundamente en mi antebrazo.
-¡Ahhh!
El dolor no se parecía a nada más. La plata no solo corta; cauteriza y envenena simultáneamente. Interrumpe la biología mágica que nos mantiene vivos.
Sofía arrancó la daga.
La sangre roció el concreto. Pero no era el rojo brillante de un humano normal o un lobo de bajo nivel.
Era oscura. Casi negra, con brillantes destellos dorados en ella.
Era la sangre del linaje del Alfa Supremo. Pero Sofía, cegada por su propio prejuicio y la tenue iluminación del calabozo, no vio el oro. Solo vio la oscuridad.
-¿Sangre negra? -Sofía tuvo una arcada, retrocediendo-. Realmente te estás pudriendo de adentro hacia afuera. Qué asco.
Agarró una bolsa de su cinturón -plata en polvo- y vació todo el contenido sobre mi herida abierta.
-¡Purifica el mal! -chilló.
Mi cuerpo convulsionó. La plata entró en mi torrente sanguíneo, corriendo hacia mi corazón.
Mi visión se puso blanca.
La conexión con mi útero... se estaba desvaneciendo. Las patadas frenéticas del bebé se habían ralentizado hasta convertirse en un aleteo débil.
*Bebé... quédate conmigo*, recé a la Diosa Luna. *Tómame a mí. Toma mi vida. Solo déjalo vivir a él.*
Sofía, satisfecha con su trabajo, se dio la vuelta y salió pavoneándose del calabozo, dejando la puerta ligeramente entreabierta.
Yací en un charco de mi propia sangre extraña y oscura. El frío subía por mis piernas.
-Mami...
Aluciné. Vi a un niño pequeño con los ojos de Damián y mi cabello plateado, parado justo afuera de la jaula. Estaba llorando.
-Lo siento -susurré al aire vacío-. Lo siento tanto.
Botas pesadas crujieron en el piso.
No tenía energía para mirar hacia arriba. Solo esperé el golpe final.
-Santa Diosa Luna.
La voz era profunda y desconocida.
Un Guerrero, vestido con el uniforme de patrulla de la manada, estaba allí. Miró la sangre, luego a mí. Su nariz se movió.
Me estaba muriendo. Mi aroma se estaba desvaneciendo. Pero debajo del olor a sangre y podredumbre, mi verdadero aroma -el aroma de la Loba Blanca- se estaba filtrando porque estaba demasiado débil para mantener mi disfraz.
Era un aroma de poder puro, de realeza antigua.
Las rodillas del Guerrero flaquearon. No sabía por qué, pero sus instintos de lobo le gritaban que se sometiera.
Tocó su auricular.
-Alfa -dijo el Guerrero, con la voz temblorosa-. La prisionera... la Solitaria. Se está desangrando. Hay... hay demasiada sangre.
Iluminó con su linterna el charco debajo de mí. El haz de luz captó el brillo metálico.
-Alfa, su sangre... tiene oro. Está brillando.
Podía escuchar la voz de Damián a través del auricular del Guerrero. Sonaba metálica y distante.
-No seas idiota, Marcus. Probablemente es solo el polvo de plata reflejándose. Está tratando de distraernos de Victoria. Déjala.
-Pero Alfa -tartamudeó Marcus-. Ella huele... huele como...
-¡Es una orden! -rugió Damián.
Marcus me miró. Miró mi vientre hinchado, que ahora estaba aterradoramente quieto.
Los lobos aprecian a los niños. Es nuestra ley más fundamental. Dejar morir a un cachorro es un crimen contra la naturaleza.
Marcus apretó los dientes.
-Perdóneme, Alfa -murmuró.
Agarró la cerradura de la jaula de plata. No tenía la llave. Transformó su mano en una garra parcial de lobo, gimiendo mientras la plata lo quemaba, y arrancó la puerta de sus bisagras con fuerza bruta.
Me levantó en brazos.
Yo estaba inerte.
-Quédate conmigo -gruñó Marcus, corriendo hacia la salida-. Te llevaré al Hospital de la Manada.
El movimiento me sacudió. El dolor estalló, manteniéndome atada a la conciencia por un hilo.
Salimos del sótano al aire fresco de la noche. La luna estaba alta y llena. Se burlaba de mí.
Marcus corrió más rápido que un vehículo humano, su velocidad de lobo devorando la distancia hasta el centro médico.
-Llegamos -jadeó, abriendo de una patada las puertas dobles del hospital-. ¡Ayuda! ¡Necesitamos un médico!
El silencio le respondió.
El vestíbulo estaba vacío. La recepción estaba abandonada.
-¿Dónde están todos? -gritó Marcus.
Solté una tos débil y seca. -Victoria...
-¿Qué?
-Están todos... con Victoria -susurré.
Damián había despojado a todo el hospital de personal para atender a una sola mujer, dejándonos a mí y a su hijo no nacido morir en la oscuridad.