Capítulo 2

Una camioneta destartalada retumbó por la calle, sus faros cortando la creciente oscuridad. Vi mi oportunidad, un destello de independencia.

-¡Disculpe! -grité, con la voz rasposa-. ¿Podría llevarme a la farmacia, por favor?

El conductor, un hombre robusto con cara amable, redujo la velocidad. La ventana bajó con un quejido. Me entrecerró los ojos.

-Claro que sí, señorita. Súbase.

Miré hacia atrás, a Alejandro, que seguía de pie junto a su coche, una figura silenciosa e imponente en la penumbra. Me subí a la camioneta sin decir una palabra más.

Mientras nos alejábamos, el conductor echó un vistazo por el retrovisor, luego a mí.

-¿Es su esposo? -preguntó, con una sonrisa amigable extendiéndose por su rostro.

Se me hizo un nudo en la garganta, una presión familiar acumulándose detrás de mis costillas. Me apreté el abrigo, deseando que la tela pudiera de alguna manera protegerme del mundo, de él.

-No -logré decir, mi voz apenas un susurro-. Mi exesposo.

Las cejas del conductor se dispararon.

-Ah. Bueno, sí que la estaba mirando con unos ojos... Yo creo que la estaba esperando.

Se rio, un sonido cálido e inocente que rechinó contra mis nervios en carne viva.

-Debería haberle dado un susto, para que sudara un poquito. Les hace bien.

Se me escapó una risa sin humor.

-Llevamos divorciados ocho años.

La sonrisa del conductor se desvaneció.

-Ah. Disculpe, señorita. Es que yo supuse...

-Vive a unas cuadras de aquí -expliqué, con la mirada fija en la figura de Alejandro que se alejaba en el espejo retrovisor. Se hacía más pequeño, desvaneciéndose en la penumbra-. No me estaba esperando. -No de verdad. Ya no.

El conductor carraspeó, una tos incómoda.

-Claro. Entonces, ¿usted vivía por aquí antes? -intentó cambiar de tema, su voz cuidadosamente neutral.

-Sí. Esta era mi casa. -Vi a Alejandro desaparecer por completo, un adiós final y doloroso a una sombra. Mis dedos frotaron la tela gastada de mi manga, una sonrisa amarga torciendo mis labios.

-Es que se me hace raro -continuó el conductor-, que regresara ahora, después de tanto tiempo.

-No es nada raro -dije, con la voz plana-. Mi madre acaba de fallecer el mes pasado. La estaba cuidando.

El rostro del conductor se ensombreció.

-Oh, cuánto lo siento.

-Y luego -agregué, las palabras saliendo a trompicones, casi desprendidas de mí misma-, mis propios tratamientos tardaron más de lo esperado.

Él solo asintió, con la boca cerrada, sus ojos llenos de lástima. Odiaba la lástima.

-No se preocupe -dije, una leve sonrisa tocando mis labios-. Todos nos tenemos que ir alguna vez, ¿no? No tiene caso estar triste por eso.

No respondió, solo apretó más fuerte el volante.

-Cuando me dieron mi diagnóstico -continué, mirando las luces de la calle pasar-, de repente a todo el mundo le empecé a importar. Como si importara. Como si no me hubieran olvidado ya.

-Pero a mí dejó de importarme hace mucho tiempo -dije, las palabras pesadas con una verdad que había vivido durante años-. El día que firmé esos papeles de divorcio, dejé de preocuparme por otra cosa que no fuera poner un pie delante del otro.

            
            

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