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Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

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Dentro de la caja, entre pétalos de rosa secos y fotografías descoloridas, no había un solo recuerdo inocente, sino una pila de cartas. Docenas de ellas. Cada una dirigida a Ivana, cada una con la inconfundible letra de Alejandro.
Mis manos temblaron mientras tomaba la primera. La fecha era de más de un año antes de nuestra boda. Mis ojos recorrieron los familiares bucles y florituras, y luego se posaron en las palabras que me robaron el aliento.
«Mi queridísima Ivana», decía. «No puedo dejar de pensar en ti. Clarisa es... amable. Es una buena mujer, y le debo todo. Pero contigo, es diferente. Es un fuego, una pasión que nunca supe que existía. Te anhelo».
Dejé caer la carta como si me hubiera quemado, mi mirada saltando a otra, y luego a otra. Cada una repetía el mismo sentimiento: el deseo latente de Alejandro por Ivana, su creciente frustración conmigo, su constante necesidad de «escapar» de la vida en la que se sentía atrapado. Hablaba de mí como una carga, una obligación. Sus palabras eran un cuchillo retorciéndose en mis entrañas.
Había estado escribiendo estas cartas, derramando su corazón a mi mejor amiga, durante años. Mientras me decía que no podía vivir sin mí, mientras me hacía creer que éramos almas gemelas, estaba planeando un futuro diferente, un amor diferente, con mi confidente más cercana.
Todas esas veces que mencionó «trabajar hasta tarde», las «llamadas urgentes» que lo alejaban, los misteriosos «viajes de negocios» que duraban más de lo esperado, todo encajó, formando un horrible mosaico de engaño. Yo no había sido un obstáculo para su «carrera»; había sido un obstáculo para su «verdadero amor».
Un viento frío y cortante barrió el parque, pero no fue el clima lo que me hizo temblar. Fue el frío de la desolación absoluta.
-Nunca te amó, Clarisa -dijo Ivana, su voz delgada, pero firme-. No como me ama a mí. Solo estaba agradecido, obligado. Tu padre... compró su futuro, y tú venías en el paquete.
Levanté la cabeza de golpe.
-¡No! ¡Eso no es verdad!
-Lo es -insistió ella, sus ojos sorprendentemente desprovistos de malicia, reemplazados por una extraña y desesperada honestidad-. Siempre me amó a mí. Solo que... no podíamos estar juntos. No contigo en medio. -Se arrodilló, su voz quebrándose-. Por favor, Clarisa. Déjanos ser felices. Te lo ruego.
La miré, mi mejor amiga de la infancia, la chica que conocía todos mis secretos, con quien había compartido mis sueños más profundos. Ahora, estaba arrodillada ante mí, rogándome por mi hombre, el hombre con el que pensé que me casaría, el hombre que se suponía que era nuestro.
El mundo se inclinó. Mi visión se nubló. Todo lo que creía, todo lo que sabía, se desmoronó en polvo.
Salí a trompicones del parque, caminando a ciegas de regreso a nuestro departamento, un grito creciendo en mi pecho. Irrumpí por la puerta principal, el sonido resonando en el espacio repentinamente demasiado silencioso.
Alejandro estaba en el dormitorio, empacando una pequeña maleta. Levantó la vista, sobresaltado, sus ojos se abrieron de par en par cuando me vio, la pila de cartas aferrada en mi mano temblorosa.
-¿Clarisa? ¿Qué estás...?
Me abalancé hacia adelante, agarrando su brazo, mis uñas clavándose en su piel.
-¡Mentiroso! ¡Despreciable, maldito mentiroso! -grité, las palabras arrancadas de mi garganta.
Se quedó allí, congelado, su rostro una máscara de sorpresa, luego de culpa. No dijo una palabra.
-¡Todos estos años! -sollocé, arrojándole las cartas, viéndolas esparcirse por el suelo pulido como hojas caídas-. ¡Todas tus promesas! ¡Tus declaraciones! ¿Fue todo una mentira? ¿Fui solo un escalón conveniente? ¿Un caso de caridad? -Mi voz se quebró, reducida a gemidos crudos y guturales.
Lentamente levantó la cabeza, sus ojos enrojecidos, brillando con lágrimas no derramadas.
-Clarisa, yo... -Dio un paso hacia mí, su mano extendiéndose.
-¡No me toques! -chillé, retrocediendo como si su contacto me envenenara-. ¡No te atrevas a fingir que te importaba!
-¡Sí me importabas, Clarisa! -suplicó, su voz quebrándose-. Nunca dejaste de gustarme.
-Pero la amabas a ella, ¿verdad? -escupí-. Incluso entonces. Todos esos años, la amabas a ella.
Tragó saliva con fuerza, su mirada cayendo al suelo.
-Yo... conocí a Ivana antes que a ti -murmuró, tan bajo que casi no lo oí-. Solo brevemente, un verano. Conectamos.
Las palabras quedaron suspendidas en el aire, un golpe final y aplastante.