El sueño fue un amante caprichoso esa noche. Cada vez que cerraba los ojos, fragmentos del pasado destellaban detrás de mis párpados: un flash cegador, el rechinido de las llantas, el olor a goma quemada, el crujido nauseabundo del metal. Los recuerdos eran una marea implacable que me arrastraba de vuelta al abismo. Y con cada ola de recuerdos, el nudo frío y duro de odio en mi pecho se apretaba más, más sofocante.
Para escapar del tormento, comencé a moverme, a ordenar mi pequeño y destartalado cuarto. Era un esfuerzo inútil, un intento desesperado de imponer orden en una vida que no lo tenía. En un rincón olvidado, bajo una fina capa de polvo, había una caja de cartón. Estaba cerrada con cinta adhesiva, y proclamaba en un marcador desvaído: "Recuerdos". Una broma cruel.
Levanté la caja, su contenido se movió con un golpe sordo. Al dejarla en el suelo, algo más pesado dentro golpeó contra el costado y luego rodó hacia afuera. Un portarretratos. Cayó al suelo de concreto con un crujido agudo y nauseabundo. El cristal se hizo añicos, astillándose en mil fragmentos, cada uno reflejando la tenue luz de mi cuarto como una promesa rota.
Era una foto familiar. Yo, Javier y Ángel. Mi Ángel. Estábamos sonriendo, posando torpemente frente a un árbol de Navidad brillantemente iluminado. Una reliquia de una vida que se sentía como un sueño, o una pesadilla.
Ángel no era mi hijo biológico. Javier y yo llevábamos dos años de casados cuando él decidió que no quería hijos, alegando que era "demasiado sensible al dolor" para presenciar un parto. Respeté su decisión, incluso me ligué las trompas para demostrar mi compromiso. Estábamos destinados a ser una familia, solo nosotros dos. Hasta esa nevada Nochebuena.
Encontré a Ángel en un contenedor de basura detrás del hospital. Un recién nacido, con el cordón umbilical aún unido, llorando con un gemido débil y desesperado que se me clavó en el alma. Javier retrocedió, apartándome, murmurando sobre "no involucrarse". Pero no podía dejarlo. No a un ser vivo, respirando, desechado como basura.
Envolví el pequeño y tembloroso bulto en mi abrigo, sosteniéndolo cerca, tratando de transferir el calor de mi cuerpo a su frágil forma. Corrí a través de la nieve cortante, de vuelta al hospital, suplicando ayuda. Lo salvaron, por poco. Pero sus piernas estaban torcidas, un defecto congénito que lo marcaría para siempre.
Lo traje a casa, lo llamé Ángel. Le dije a Javier, me dije a mí misma, que este era nuestro hijo. Nuestro único hijo.
Javier nunca le tomó verdadero cariño. Veía la discapacidad de Ángel como una carga, una mancha social. Le preocupaba lo que diría la gente. Pero yo amaba a ese niño con cada fibra de mi ser. Recorrí todos los hospitales de la ciudad, buscando una cura, un tratamiento para sus piernas. Todo lo que los médicos podían ofrecer era una terapia física dolorosa y costosa, sin garantía de recuperación total. Por la noche, cuando el dolor hacía llorar a Ángel, yo caminaba por los pasillos, sosteniéndolo cerca, cantándole canciones de cuna hasta que finalmente se dormía. Le enseñé el abecedario, lo llevé sobre mis hombros para ver las estrellas, le susurré todos los días que era el mejor, el niño más valiente del mundo, para asegurarme de que nunca se sintiera inferior por sus piernas.
Y entonces, un día, me llamó "mamá". Esa sola palabra trajo a mi corazón una alegría que no sabía que era posible. Una felicidad pura, sin adulterar. Puse todo en Ángel, cada gramo de mi amor, mi tiempo, mis escasos ahorros. Él era mi mundo.