Daniela POV:
El eco de sus voces aún resonaba en mi cabeza. La verdad me había golpeado tan fuerte que el aire se sentía escaso en mis pulmones. Mi cuerpo, aunque frágil, albergaba ahora una voluntad de acero. No había tiempo para el luto. Solo para la acción.
Al día siguiente, me presenté en la clínica de fertilidad que Rodrigo y yo habíamos visitado. Mi rostro, pálido y demacrado, no delataba la tormenta que rugía dentro de mí. Solo el cansancio de noches sin dormir.
"Quiero un aborto", le dije a la enfermera, mi voz plana y vacía.
Ella me miró con los ojos muy abiertos.
"Señora Bárcena, ¿está segura? Hace apenas unas semanas, usted y su esposo estaban tan emocionados por este embarazo. Hablamos de todos los tratamientos para asegurar la gestación".
Sus palabras, un recordatorio de mi ingenuidad, me dolieron. Pero no podía ceder.
"Estoy segura", insistí, mi voz ahora con un matiz frío. "Quiero los papeles. Ahora".
La enfermera intentó persuadirme, hablando de los riesgos, de las implicaciones emocionales. Pero yo no escuchaba. Mi mente estaba en blanco, salvo por una idea: escapar. Y para escapar, necesitaba borrar cualquier rastro que me atara a este infierno.
"El proceso requiere el consentimiento firmado del padre, señora", explicó, su tono más suave, quizás entendiendo que había algo más en juego. "Es un protocolo estándar para parejas casadas".
Mi corazón dio un vuelco. Rodrigo. Necesitaba su firma. Pero ¿cómo? Él nunca lo permitiría. No si el bebé era la clave para salvar a su "heroína".
"Tráigame los papeles", exigí, mi voz más firme de lo que me sentía. "Lo conseguiré".
Salí de la clínica con los formularios en la mano, una sensación de náusea en el estómago que no tenía nada que ver con el embarazo. Mi cabeza daba vueltas con un plan desesperado. Necesitaba que Rodrigo firmara, sin que supiera lo que estaba firmando.
Mientras caminaba hacia el estacionamiento, mi mente trabajaba a mil por hora. ¿Cómo se lo pediría? ¿Cómo podría engañarlo? Él era un "tiburón" de los negocios, astuto y desconfiado. Pero también, ciego por su devoción a Verónica. Esa era mi única ventaja.
Me subí al coche, mi corazón latiendo como un tambor. El papel en mi mano era mi boleto de salida, o mi sentencia de prisión. Arrancaba el motor cuando, de repente, vi su coche. El Bentley de Rodrigo. Se detuvo justo delante de mí.
Mi aliento se atascó en la garganta. Él salió del coche, su rostro grave, sus ojos oscuros clavados en mí.
"Daniela, ¿qué haces aquí? ¿Por qué te fuiste sin mí?", preguntó, su voz teñida de una preocupación que ahora me parecía grotesca.
Se acercó a mí, sus pasos largos y decididos. Intentó abrazarme. Su mano se posó en mi brazo. Sentí un escalofrío de repulsión. Su toque, que antes me había dado consuelo, ahora se sentía como una quemadura.
"Estoy bien", respondí, apartando mi brazo con sutileza. "Solo... necesitaba un poco de aire. No me sentía bien".
Su mirada se volvió escrutadora.
"No me mientas, Daniela. Te ves pálida. ¿Estás ocultándome algo? ¿Es el embarazo? Hemos hablado de esto. Necesitamos cuidar de ti. De nuestro hijo".
La ironía de sus palabras me quemó. Nuestro hijo. Un producto, no un ser amado. Un donante potencial.
"No te oculto nada, Rodrigo. Solo son los síntomas del embarazo", mentí, mi voz temblorosa. "De hecho, el doctor me dio unos papeles para que firmaras. Algo rutinario para el cuidado prenatal, dijo. Algo sobre autorizaciones y demás".
Le tendí los formularios, mezclados con otros documentos falsos que había preparado apresuradamente. Mis manos temblaban ligeramente, pero intenté mantener la calma. Él tomó los papeles. Sus ojos recorrieron las primeras páginas, llenas de jerga médica que yo sabía que no entendería.
En ese momento, su teléfono sonó. Era una llamada urgente. Su rostro se tensó.
"Es el hospital", dijo, su voz grave. "Es Verónica. Parece que ha tenido una recaída".
Mis entrañas se contrajeron. La manipuladora. Siempre sabía cuándo atacar.
"Tengo que irme", dijo, su mirada ya clavada en su coche. "Firma esto, por favor. Lo que sea que necesites para estar bien. Confío en ti".
Sacó un bolígrafo y, sin siquiera mirar la última hoja, donde estaba el consentimiento de aborto, garabateó su firma. Rápido, descuidado, su mente ya en otra parte. Sus ojos, los mismos ojos que me habían salvado en el puente, ahora solo veían a una mujer. A Verónica.
"Te llamo más tarde, amor", dijo, y se subió a su coche a toda prisa, dejándome allí, con los papeles firmados en mis manos.
Lo vi marcharse, su coche acelerando por la carretera, desapareciendo en la distancia. Me quedé inmóvil, mi corazón un tambor doloroso en mi pecho. Los formularios. Los tenía. La firma de Rodrigo. El camino libre.
Pero entonces, mis ojos se posaron en la hoja. La palabra "ABORTO" estaba allí, clara y tajante, entre cientos de letras pequeñas. El boleto a mi libertad.
Un sollozo se me escapó, un sonido desgarrador que no pude contener. Las lágrimas brotaron, calientes y amargas. La libertad. ¿A qué costo?
Mi mano se posó en mi vientre, instintivamente. En ese preciso instante, sentí un pequeño aleteo. Como una mariposa. Una patadita suave.
Mi bebé. Mi pequeño e inocente bebé. Un ser que no tenía la culpa de la crueldad de su padre ni de la maldad de su tía. Un ser que, de alguna manera, ya era una parte de mí, de mi alma.
La pluma cayó de mis dedos. El papel se arrugó en mi mano.
No.
No podía. No podía quitarle la vida a este pequeño ser. No podía convertirme en un monstruo como ellos. No podía.
Mis ojos se cerraron con fuerza. Las lágrimas seguían cayendo, pero ahora eran diferentes. Eran lágrimas de pura angustia, mezcladas con una nueva y feroz determinación.
"No te voy a dejar", susurré a mi vientre, mi voz rota. "No voy a dejar que te usen, mi amor. No voy a dejar que te arrebaten. Escaparemos. Juntos".
El aborto. Ya no era una opción. Este bebé era mío. Solo mío. Mi razón para luchar, para vivir. Y para huir. Tenía que huir. Con él, o ella. Lejos de esta familia envenenada. Lejos de este hombre que me había engañado tan cruelmente.
"Nos iremos lejos", prometí, sintiendo otra patadita. "Tendremos una vida nueva. Juntos. Una vida donde el amor sea real, y no una mentira cruel".
La decisión fue un torbellino de emociones, una mezcla de terror y una fuerza inquebrantable. Mi mano se aferró a mi vientre, protegiendo la vida que ahora era mi único ancla. El formulario de aborto, con la firma descuidada de Rodrigo, se arrugó en mi puño. Era un contrato de libertad, pero no de la forma en que él lo había imaginado. Era mi libertad para proteger a mi hijo. Mis ojos, antes llenos de lágrimas de desesperación, ahora brillaban con una determinación feroz. Ya no era la víctima pasiva. Era la guardiana de una nueva vida, y nadie, ni siquiera Rodrigo o Verónica, me arrebataría eso. Mi corazón, que había estado tan roto, comenzó a latir con un nuevo propósito, un ritmo feroz y protector.
No voy a ser la misma Daniela, pensé, mientras arrancaba el coche, ya no con el propósito de terminar una vida, sino de salvar dos.