Capítulo 4

Daniela POV:

Los días posteriores a mi decisión fueron una nebulosa de dolor físico y emocional. La cirugía, inicialmente programada para el aborto, se había convertido en un procedimiento de emergencia para estabilizar una hemorragia interna causada por el estrés. Pasé las siguientes semanas en una habitación de hospital, tan sola como siempre. Rodrigo, mi esposo, apenas apareció. Una llamada rápida por la mañana, un mensaje de texto por la noche. Siempre con la misma excusa: Verónica.

Mientras me recuperaba lentamente, él estaba absorto en la "crisis" de mi hermana. "Mi compromiso es contigo", había dicho Rodrigo a Verónica refiriéndose al rescate en el puente. Esas palabras se repetían en mi cabeza como un mantra cruel.

Un día, mientras me sentía un poco más fuerte, decidí salir de mi habitación. Necesitaba estirar las piernas y, quizás, sentir un poco de sol. Me dirigí al ala de cuidados VIP, donde sabía que Verónica estaba recluida. Quería verla. Quería entender.

Mientras caminaba por el pasillo, escuché risas. Voces familiares. Me detuve en una esquina, oculta por una planta alta.

Allí estaban. Mi padre, Héctor, con una sonrisa que nunca me dedicó. Rafael, mi hermano, acariciando la mano de Verónica, sus ojos llenos de una devoción febril. Verónica, sentada en una silla de ruedas de lujo, envuelta en una bata de seda. Parecía contenta, casi radiante.

Y Rodrigo.

Estaba arrodillado junto a la silla de Verónica, sosteniendo su mano entre las suyas. Hablaba con un médico, su rostro serio, sus cejas fruncidas en profunda preocupación. Su voz, que me había prometido amor eterno, ahora solo susurraba el nombre de Verónica.

"Necesitamos los mejores especialistas, doctor", decía. "Lo que sea que cueste. Lo que sea que necesite".

Verónica sonrió, esa sonrisa que era tan dulce como el veneno.

"Rodrigo, cariño, ¿podrías traerme un café con leche de almendras? Sabes que necesito mi energía". Su voz, débil y melosa, era una orden dulce que él obedecía sin dudar.

Él asintió de inmediato.

"Claro, mi amor", le dijo, y se levantó para ir por el café. Su espalda ancha y protectora, una barrera invisible entre Verónica y el resto del mundo.

Mi corazón se apretó. Una mano invisible me estrujó el pecho. El aire se me hizo denso, y un sabor amargo llenó mi boca. Me sentí como un fantasma, una intrusa en mi propia vida. Ellos eran una familia. Yo era la extraña. La que sobraba.

Recordé mi propia estancia en el hospital cuando era niña. La fiebre alta, la sed insoportable. Nadie vino. Nadie me trajo un vaso de agua. Solo una enfermera ocupada, que me atendía con prisa.

"¿Necesitas algo, cariño?", me había preguntado una vez la enfermera, al notar mis labios agrietados. "Pareces tener mucha sed".

Yo había negado con la cabeza, demasiado orgullosa para pedir. O quizás, demasiado acostumbrada a la indiferencia.

Ahora, allí estaba Rodrigo, corriendo por un café con leche de almendras. Para ella.

La diferencia era abismal. La crueldad, palpable. Mi corazón, que había empezado a sanar con la esperanza de mi hijo, se desgarró de nuevo. No era solo el engaño de Rodrigo, era toda una vida de marginación, de sentirme invisible.

Rodrigo, mi esposo, el hombre que me había jurado amor y protección, ahora brillaba con la misma intensidad que mi padre y mi hermano. Entendí entonces que él también era parte de ese patrón, de esa ceguera colectiva hacia mí. Su amor por Verónica no era solo por la "deuda de vida", sino por algo más profundo, algo enraizado en la dinámica de mi propia familia.

La promesa de su mirada en el puente, la dulzura de su voz, la pasión de sus besos... todo era una farsa. Un papel bien interpretado. Él nunca me había visto. Nunca me había amado. Solo había visto un medio.

El dolor era tan intenso que me dolía respirar. Me quemaba el alma. Me quemaba el cuerpo. Y sobre todo, me quemaba la ilusión que había construido con tanto cuidado.

No más, pensé. Nunca más.

Esta vez, no lloré. Las lágrimas se habían secado. En su lugar, una frialdad se instaló en mi ser. Una determinación gélida.

Tenía que irme. Tenía que desaparecer. No solo por mí, sino por mi hijo. No podía permitir que esta criatura naciera en un mundo de mentiras y desprecio.

Mientras ellos seguían riendo y hablando, absortos en su pequeño mundo, yo me di la vuelta. Mis pasos, antes lentos y débiles, ahora eran firmes. Necesitaba un plan.

Recordé a mi antiguo mentor de la universidad, el Dr. Aguilar. Un botánico renombrado, siempre en busca de mentes brillantes para expediciones de campo. Yo, con mi talento oculto para la pintura botánica, siempre había soñado con unirme a él.

Volví a mi habitación. Saqué mi teléfono. Mis dedos volaron sobre el teclado. Un mensaje corto, conciso.

"Dr. Aguilar, soy Daniela Esteban. ¿Sigue disponible la oportunidad de unirme a su proyecto de investigación en el Amazonas? Estoy lista para ir. Por el tiempo que sea necesario. Sin regreso a la vista".

La respuesta llegó casi de inmediato.

"Daniela, ¡qué alegría! Sí, el proyecto en el Amazonas está en marcha. Necesitaríamos que te incorpores de inmediato. ¿En una semana podrías estar en el aeropuerto?"

"Estaré allí", respondí.

Una semana. Tenía una semana para desatar mi venganza y desaparecer sin dejar rastro. Una semana para dejar un rastro de verdad que los destruiría a todos.

El Dr. Aguilar me envió los detalles del vuelo. Mañana mismo. No una semana. Mañana. Era una oportunidad única. Un vuelo de última hora, un puesto que se había liberado.

"Daniela, es muy repentino", me dijo el Dr. Aguilar por teléfono. "Si necesitas más tiempo para despedirte de tu familia..."

"No", lo interrumpí, mi voz firme. "No necesito despedirme de nadie. Estoy lista para irme. Ahora".

Colgué el teléfono. Mi mente, antes nublada por el dolor, ahora estaba clara. La decisión estaba tomada. No había vuelta atrás. Era el final de la Daniela Esteban que ellos conocían. Y el comienzo de una nueva.

Mi corazón, que había estado tan maltrecho, ahora latía con un ritmo feroz y decidido. La imagen de Rodrigo arrodillado ante Verónica, la sonrisa de mi hermana, el desprecio de mi padre y hermano, se grabaron en mi memoria, alimentando la llama de mi determinación. No más lágrimas. No más súplicas. Solo la frialdad de la venganza y la promesa de una nueva vida. Mis manos, que antes temblaban de miedo, ahora se sentían fuertes y capaces. Era hora de actuar. Era hora de ser libre.

Mañana.

            
            

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