Capítulo 6

Daniela POV:

La mano de Rodrigo en mi frente, sus palabras de preocupación, se sentían como un veneno. ¿De dónde venía tanto "cuidado"? ¿De la culpa? ¿O de su desesperación por asegurar que el "medio" estuviera en óptimas condiciones para salvar a Verónica? Mi corazón se cerró un poco más, si es que eso era posible. Cada gesto suyo, antes un bálsamo, ahora era un recordatorio de su traición.

Me tragué la pastilla, el sabor amargo se mezclaba con el de mi propia desesperación. Asentí, intentando parecer dócil, frágil. La víctima perfecta.

"Tienes razón", dije, mi voz suave, casi inaudible. "Necesito descansar".

Me acosté, cerrando los ojos. Escuché su respiración regular. Sus pasos suaves mientras se movía por la habitación. Estaba a punto de hundirme en una falsa tranquilidad cuando la puerta se abrió de nuevo.

Verónica entró, con una sonrisa tan dulce que daban escalofríos.

"Ay, perdón si interrumpo", dijo, su voz melosa. "Solo quería desearle buenas noches a mi hermanita. Y asegurarme de que Rodrigo la cuide bien".

Rodrigo se acercó a la cama.

"Todo está bajo control, Verónica. Daniela está un poco cansada".

Verónica se acercó a mí, sus ojos brillando con una luz oscura.

"Pobrecita. ¿Necesitas un masaje? Soy bastante buena. ¿O tal vez te gustaría que te lavara el cabello? Sé que estando enferma es difícil". Su voz era una caricia, pero sus ojos eran dagas.

Mi estómago se revolvió. La idea de sus manos sobre mí me causó una náusea profunda. La manipulación, la farsa. No podía soportarlo.

"No, gracias, Verónica", dije, abriendo los ojos y mirándola directamente. Mi voz era fría, desprovista de emoción. "Estoy bien. No necesito tus servicios".

Su sonrisa se esfumó. Su rostro se tensó por un instante, luego adoptó una expresión de tristeza. Una maestría en la actuación.

"Ay, Daniela", suspiró, volviéndose hacia Rodrigo. "Siempre tan... difícil. Me duele que no me quieras ni un poquito. Solo quiero ayudarte".

Rodrigo me miró con reproche, sus ojos pidiéndome que cediera. La misma mirada que me había acompañado toda mi vida. La mirada que me pedía que fuera la buena, la complaciente.

"Verónica solo quiere ayudarte, Daniela", dijo, su voz suave. "Está preocupada por ti".

"Lo sé, Rodrigo", dije, cerrando los ojos de nuevo. "Pero estoy bien".

Verónica gruñó suavemente.

"Es que me da miedo que te hagas daño a ti misma, Daniela. Estando tan... emotiva. Ya sabes. La gente en tu estado puede hacer cosas raras. Y eres tan... torpe".

Mi cuerpo se tensó. Su insinuación era clara. Quería que Rodrigo creyera que yo era inestable, que podía ponerme en peligro a mí misma y, por extensión, a su preciado "medio".

"Verónica, cállate", dijo Rodrigo con un tono más firme. "Daniela no es así".

Pero la semilla de la duda ya estaba plantada. Lo vi en sus ojos. Él ya dudaba de mí. Siempre lo había hecho.

"Solo quiero asegurarme de que todos estén seguros", dijo Verónica, su voz ahora un susurro preocupado. "Y tú, Rodrigo, eres tan importante. Con tu empresa, tus viajes... y los enemigos que tienes. Necesitamos protegernos a todos".

Las palabras de Verónica eran como una red, envolviéndonos a todos en su telaraña de mentiras y miedos. Quería que Rodrigo se sintiera responsable, que me viera como una carga. Y lo estaba logrando.

"Quizás...", continuó Verónica, su mirada fija en mis manos. "Quizás deberíamos atarla. Preventivamente. Así, si tiene un episodio, no se lastimará. Ni al bebé".

Mi sangre se heló. ¿Atarme? La locura en sus ojos era palpable. Estaba disfrutando de este juego de poder.

Rodrigo dudó. Miró mi rostro, luego a Verónica. Luego de nuevo a mí. La balanza se inclinaba.

"Verónica, no seas ridícula", dijo, aunque su voz carecía de convicción.

"¡No es ridículo! ¡Es proteger! ¿No amas a tu hijo, Rodrigo?", gritó Verónica.

El silencio llenó la habitación. Rodrigo me miró, y en sus ojos, vi el juicio. Vi la preferencia. Vi la confirmación de que yo era la extraña, la desechable.

"Está bien", dijo Rodrigo, con un suspiro. "Verónica tiene razón. Es por tu bien, Daniela. Por el bien del bebé".

Sentí como si me golpearan en el estómago. La traición. De nuevo. Me había traicionado una y otra vez, y cada vez me dolía más. Mi esposo. El hombre que había prometido amarme.

Mis ojos se llenaron de lágrimas, pero no permití que cayeran. Ya no. No les daría ese gusto.

"Está bien", dije, mi voz un hilo de seda. "Hagan lo que quieran".

Me di por vencida. No había fuerza para luchar. No había esperanza. Solo el deseo de que todo terminara. Que esta humillación, esta farsa, llegara a su fin.

Verónica sonrió, una sonrisa de triunfo puro.

"¡Excelente! Rodrigo, cariño, ¿podrías buscar esas cuerdas de seda que usas para tus... juegos? Son perfectas. Suaves, pero firmes".

Rodrigo Asintió. Me miró con una expresión de arrepentimiento. Un arrepentimiento vacío.

"Todo estará bien, mi amor", me dijo. "Es solo una precaución".

Pero yo sabía que no era una precaución. Era un acto de crueldad. Un acto de poder.

Él salió de la habitación. Verónica se acercó a mí, sus ojos brillando con una luz fría.

"Ahora sí te tengo, hermanita", susurró. "Ahora no podrás escapar".

Mis ojos, helados, la encontraron.

No lo creas, Verónica.

Aún no me tienes.

Mi cuerpo temblaba por dentro, pero por fuera, me sentía como una estatua de hielo. La humillación era un veneno que corría por mis venas, pero la furia era un fuego que me mantenía viva. Cada palabra de Verónica, cada gesto de Rodrigo, cada traición, se grababa en mi memoria, alimentando mi determinación. Ya no era una víctima, sino una estratega. Mi plan de escape, antes un susurro, ahora era un grito silencioso en mi alma. Tenía que ser fuerte. Por mí. Por mi hijo. Por nuestra libertad.

Y por la venganza que se avecinaba.

                         

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