Recetas robadas, amor traicionado
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Capítulo 3

Carmen POV:

El festival de música era un torbellino de luces brillantes y risas huecas. La gente se agolpaba frente al escenario principal, sus rostros iluminados por la falsa promesa de la felicidad. Yo me mezclé entre la multitud como un fantasma, invisible, mi corazón latiendo con una mezcla de furia y una determinación helada.

En el escenario, Sandra sonreía, su cabello rubio brillando bajo los focos. Vestía un vestido elegante, un diseño que reconocería en cualquier parte. Era el mismo que yo había usado en nuestra luna de miel. Mis labios se curvaron en una sonrisa amarga. Ni siquiera se molestaba en disimular su burla.

Y en sus manos, mi violín.

Las cuerdas brillaban, pulidas a la perfección. Mis dedos se crisparon, anhelando sentir la familiar madera, el eco de mis propias melodías. Pero no. Ahora era suyo. O eso creían.

"¡Aquí está la maravillosa Sandra Miralles!" , anunció el presentador, sus palabras ahogadas por los aplausos atronadores. "¡La ganadora de nuestro prestigioso premio gastronómico, y ahora, una virtuosa del violín! ¡Esta noche nos deleitará con una melodía muy especial, una composición familiar que ha interpretado desde niña!"

Mi aliento se atascó en mi garganta. "Composición familiar" . La mentira era tan descarada, tan insultante.

Sandra hizo una reverencia, la sonrisa de diva en su rostro. Sus ojos, en un rápido vistazo a la multitud, se encontraron con los míos. Por un instante, el brillo de su mirada vaciló. Una punzada de miedo. Una punzada de sorpresa. Pero luego, la máscara volvió a su lugar, más fuerte que antes.

"Oh, Carmen, no esperaba verte aquí" , dijo, su voz teñida de una falsa dulzura que me revolvió el estómago. "Después de lo de la fiesta... pensé que estarías... descansando. No es bueno para ti estar en lugares tan concurridos."

Ignoré sus palabras, mis ojos fijos en el violín. La madera oscura, los intrincados detalles. Era una extensión de mi propia alma.

Ella levantó el violín, lo apoyó en su hombro, y el primer sonido llenó el aire. Una nota suave, melancólica. Mi "Canción de Cuna para el Alma" .

Mi cuerpo reaccionó antes de que mi mente pudiera procesarlo. Un escalofrío me recorrió. Mis músculos se tensaron. Cada nota era una punzada en mi corazón, un recordatorio de lo que me habían robado. La gente aplaudía, emocionada por la interpretación. No sabían que estaban siendo partícipes de un robo.

Las lágrimas brotaron de mis ojos, calientes y amargas. No eran lágrimas de tristeza, sino de pura ira. Esta era mi canción. Mi violín. Mi vida. Y ellos lo habían tomado todo.

Cuando terminó la melodía, los aplausos estallaron, ensordecedores. Sandra sonrió, radiante, recibiendo la ovación. Se giró hacia el micrófono. "¡Gracias! Esta canción... es muy especial para mí. Me la enseñó mi abuela. Es un regalo de amor."

Mis puños se apretaron. La farsa era completa.

Sandra bajó del escenario, rodeada de admiradores. Mis ojos la siguieron, mis pies moviéndose por sí solos. Necesitaba enfrentarla. Necesitaba que viera el daño que había hecho.

Se acercó a mí, su sonrisa ahora una mueca de superioridad. "¿Te gustó, prima? Sé que esta canción es muy emotiva para nosotras. Nuestra abuela era una genio."

No respondí. La miré fijamente, mis ojos ardiendo.

Ella se rió, una risa cruel y sin alegría. "Mira, Carmen. No te culpo por estar celosa. Sé que siempre quisiste ser el centro de atención. Pero no puedes forzar la atención a la fuerza. Necesitas talento. Y un poco de... discreción."

Mi mano se levantó, mi mente en un torbellino de emociones. No iba a abofetearla. No iba a caer en su juego. Pero ella, viendo mi mano levantada, retrocedió, sus ojos abriéndose de par en par.

"¡Me está atacando!" gritó, su voz aguda y dramática. "¡Carmen, por favor! ¡Baja la mano! ¡Sé que estás celosa, pero no tienes por qué ser violenta!"

La gente a nuestro alrededor se giró, sus miradas juzgadoras cayendo sobre mí. Murmullos de "celos" , "envidia" , "qué vergüenza" comenzaron a circular.

"¡Mi barriga! ¡Mi bebé!" gritó Sandra, llevándose las manos al vientre. "¡Necesito un médico! ¡Me ha atacado!"

Mis tíos, Adelaida y Vicente, abriéndose paso entre la multitud, llegaron a su lado. Adelaida me miró con furia. "¡Carmen! ¡Qué vergüenza! ¡Atacando a tu prima, a tu propia sangre! ¡Y en su estado!"

Vicente me apartó bruscamente. "¡Fuera de aquí! ¡No quiero verte cerca de Sandra! ¡No tienes perdón!"

La multitud me condenaba con sus miradas. "¡Es la chef que envenenó a la gente en la fiesta!" , gritó alguien. "¡Está celosa de la pobre Sandra!"

Un sonido desgarrador. Mateo. Su grito atravesó la multitud. "¡Sandra!"

Lo vi abrirse paso, su rostro pálido de terror. Se arrodilló junto a Sandra, sus manos temblorosas revisando su vientre. Sus ojos se fijaron en mí, llenos de un odio crudo, nunca antes visto.

"¡Carmen! ¡Qué has hecho!" Su voz era un gruñido. "¡Cómo te atreves! ¡Es nuestra hija! ¡Mi hija!"

El mundo se detuvo. No era mi hija. No era nuestra hija. Era SU hija. La hija de Mateo y Sandra. La confirmación, tan brutal y pública, me golpeó con la fuerza de un rayo. Este era el final. Mi corazón, ya destrozado, se desmoronó por completo. Mis ojos se llenaron de lágrimas, pero esta vez, eran lágrimas de liberación.

Él levantó la vista, sus ojos fijos en mí. Por un momento, vi un destello de arrepentimiento, un rastro de duda. Pero luego, la máscara de la preocupación volvió a su lugar. Se giró hacia Sandra, la abrazó con fuerza. "Tranquila, mi amor. Estoy aquí. No te va a pasar nada."

Y entonces, se giró hacia mí, sus ojos fríos y llenos de condena. "Carmen, vete. Vete de una vez. No quiero volver a verte."

Las palabras, pronunciadas en voz alta, en un lugar público, me liberaron. No había vuelta atrás. Ya no había nada que salvar. Y en ese momento, una risa amarga brotó de mis labios. Una risa que nadie entendió. Una risa de pura desesperación, de pura libertad.

Mateo me miró, su expresión confundida. "¿De qué te ríes, Carmen? ¿Te parece gracioso todo esto?"

Negué con la cabeza, mis ojos pegados a los suyos. "No, Mateo. No es gracioso. Es... el final."

Me giré, la multitud abriéndome paso. Sus murmullos, sus miradas, ya no me importaban. Tenía un plan. Y ahora, nada me detendría.

Mientras me alejaba, escuché la voz de Mateo, su tono ahora más suave, más persuasivo. "Carmen, por favor... no hagas esto más difícil. Podemos hablar. Podemos... arreglarlo."

Pero ya era demasiado tarde. El puente se había quemado. Y yo, Carmen Prada, renacería de las cenizas.

            
            

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