Ella estaba por todas partes. En la mañana, la encontraba en la cocina, con su bata de seda, preparando el café de Román. "Alina, querida, ¿no vas a desayunar?", me preguntaba, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. "Ah, claro, ya olvidaba que tienes clases".
En la noche, los escuchaba reír desde mi habitación. Las paredes de esta casa eran gruesas, pero no lo suficiente para ahogar la burla en sus voces. Las risas de Nilda eran como dagas, cada una enterrándose más profundamente en mi corazón.
Una noche, cuando regresaba de la universidad, los encontré en la sala. Román la abrazaba, besándole el cabello. Nilda se giró y me vio. Su sonrisa se borró, reemplazada por una mueca de desagrado.
"¡Alina!", exclamó, como si estuviera sorprendida de verme. "Únete a nosotros. Estamos viendo una película".
"No, gracias. Tengo mucho que estudiar", respondí, intentando pasar de largo.
"¿Estudiar? ¿Para qué, si ya estás casada? Tu único trabajo es ser una buena esposa", Nilda se burló, su voz cargada de superioridad.
"Tal vez mi definición de 'buena esposa' difiere de la tuya", repliqué, mi voz apenas un susurro.
Román me miró, su expresión impasible. "Nilda tiene razón, Alina. ¿Por qué te esfuerzas tanto? Puedes tener todo lo que quieras".
"Hay cosas que el dinero no puede comprar", respondí, sin mirarlo a los ojos.
Nilda rió. "¡Ah, la pequeña artista! ¿Todavía sueñas con exhibir tus telarañas en galerías de arte? Qué ingenuidad".
"Quizás tú lo veas como telarañas, Nilda. Yo lo llamo arte, mi cultura, mi herencia", le espeté.
"¿Herencia? Mi abuela solía decir que Román y yo éramos inseparables, como dos almas enredadas desde la infancia. Las de su familia son las tierras. Así que, ¿quién hereda realmente qué?", Nilda dijo, acunando su mano en el brazo de Román.
Román rió. "Sí, Nilda. Recuerdo cuando éramos niños. Siempre estábamos juntos".
Me di la vuelta. El aire se volvió pesado, la habitación se encogió. Necesitaba salir, respirar. Mis entrañas se revolvieron.
Esa noche, Román entró en mi habitación. El olor de Nilda se adhería a su piel, a su ropa. Me estremecí de asco. Se acercó a la cama, me tocó el brazo. Su tacto era frío, distante. Intentó besarme, pero me aparté.
"¿Qué te pasa, Alina?", preguntó, su voz irritada.
"No me siento bien", mentí, las náuseas subiendo por mi garganta. Corrí al baño. Román me siguió, su rostro preocupado.
"¿Estás enferma? ¿Qué tienes?", preguntó, apoyando la mano en mi frente.
"Solo es un resfriado, Román. Ya pasará", aseguré. Mi mente corrió a los últimos meses. Mi periodo. ¿Por qué no había llegado? Las pastillas anticonceptivas. ¿Habían fallado?
Un fuerte estruendo resonó desde la sala. Nilda gritó.
"¡Román! ¡Ayúdame!", su voz sonaba histérica.
Román me miró, indecisión en sus ojos. Luego, salió corriendo de la habitación. Escuché la puerta de Nilda cerrarse. Él no regresó.
Me acosté, mi estómago revuelto, mi mente en un torbellino. ¿Podría ser?
Al día siguiente, Román estaba en su despacho. Me asomé y lo vi, mi solicitud para la residencia de artistas en Madrid, tirada sobre su escritorio.
"¿Qué es esto, Alina?", preguntó, levantando el papel.
"Es una solicitud para un programa de investigación. En Madrid", respondí, mi voz apenas un susurro.
Román se rió. "Madrid, ¿eh? ¿Y para qué? ¿Para estudiar textiles? ¿No te das cuenta de que eso no te llevará a ninguna parte? Tu lugar está aquí, a mi lado".
"Mi lugar está donde yo decida que esté", le espeté. Él me miró, una chispa de sorpresa en sus ojos.
"Tuve que sacarte de ese pueblo, Alina. Te di un apellido, una vida. ¿Y así me lo pagas? ¿Con sueños tontos y caprichos?", Román preguntó, su voz cortante. Siempre volvía a lo mismo. A mi origen, a mi pueblo, a la 'generosidad' de su familia. Me había olvidado de cómo había llegado a la universidad, de mi beca, de mis méritos. Para él, todo era un regalo.
Lo miré con desprecio. Sus ojos vacíos, su alma corrupta. Ese hombre era tan superficial como la piel que lo cubría.
"Román, tienes una reunión importante en media hora. Te dejé la agenda en el escritorio", Nilda interrumpió, entrando en la habitación. Se acercó a él, le alisó la corbata, le susurró algo al oído.
Román la miró, una sonrisa en su rostro. Luego, se dio la vuelta y salió de la habitación, ignorando mi solicitud y mi presencia.
Me quedé sola en el despacho, mi corazón latiendo con fuerza. Tomé mi solicitud de la residencia, la acaricié. Mis ojos se posaron en la frase "Alina Castell de Sánchez". El "de Sánchez" era la cadena que me ataba a este infierno. Pero pronto, sería solo "Alina Castell".