Mi corazón se apretó. Hacía semanas que no cenábamos juntos, no desde que Nilda se había instalado en la casa. Me miré en el espejo. Mis ojos estaban cansados, mi rostro pálido. Sentía que cada día que pasaba, una parte de mí se marchitaba. Pero no podía ceder. No ahora.
Cuando Román me vio, sus ojos se detuvieron en mí por un instante, un fugaz destello que no pude descifrar. Me esforcé por mantener la compostura, por ocultar el temblor que sentía en mis manos.
"¿Qué quieres, Román?", pregunté, mi voz plana.
"Quiero que cenemos juntos. Como antes", dijo, su voz suave, casi cariñosa. Me sorprendió. Era la primera vez en mucho tiempo que me hablaba así.
La cena fue en nuestro restaurante favorito, el mismo donde habíamos celebrado nuestro primer aniversario de bodas. Un lugar que ahora me parecía un mausoleo de sueños rotos. Román intentó ser amable, atento, pero cada palabra, cada gesto, me dolía.
"Alina, sé que las cosas no han sido fáciles. Pero quiero que sepas que me importas", dijo, tomando mi mano. Su tacto, que antes me había electrizado, ahora me producía escalofríos.
"¿De verdad, Román? ¿Te importo? ¿Después de todo lo que ha pasado?", pregunté, mi voz teñida de amargura.
"Sí, Alina. Y quiero explicarte algo. Lo de Nilda...", Román comenzó, pero fue interrumpido por el sonido de su teléfono. Era Elías.
"Señor Sánchez, es Nilda. Tuvo un desmayo. Está en el hospital", dijo Elías, su voz urgente.
Román me soltó la mano. Su rostro palideció. Me sentí como si me hubieran apuñalado. Otra vez. La misma escena, el mismo abandono. Las palabras de Nilda en el hospital resonaron en mi mente: "Está embarazada, Alina. Vamos a tener un bebé".
"Tengo que irme, Alina. Lo siento", dijo Román, levantándose de la mesa. "Elías te llevará a casa".
"No, Román. No te preocupes. Iré sola", respondí, mi voz helada. Lo vi irse, sin mirar atrás.
Me quedé en mi asiento, el plato de comida intacto frente a mí. Las palabras atascadas en mi garganta, el nudo en mi estómago apretándose. Mi cabeza empezó a dar vueltas.
Me desmayé.
Cuando desperté, estaba en una cama de hospital. El olor a desinfectante, el sonido de los monitores. Mi primer pensamiento fue mi bebé. ¿Estaría bien?
Elías estaba a mi lado. "Alina, ¿estás bien? Román me dijo que te trajera aquí".
"Estoy bien, Elías. ¿Y Román? ¿Y Nilda?", pregunté, mi voz apenas un susurro.
"Nilda está bien. Solo fue un susto. Y Román... está con ella", respondió Elías, su voz evasiva.
Sentí una punzada de dolor. Otra vez. Siempre ella.
La doctora entró en la habitación. "Señora Castell, ¿cómo se siente? Tuvimos que hacerle algunos exámenes. Su presión arterial estaba muy baja. Y... felicidades. Está embarazada. Ocho semanas".
Mi corazón se detuvo. Mi secreto. Expuesto.
"Doctora, por favor, no le diga a nadie. Es un secreto", le supliqué.
"Claro, señora. Su confidencialidad está garantizada. Por cierto, su compañero está en la habitación de al lado. Su esposa también está embarazada", dijo la doctora, con una sonrisa.
"¿Mi compañero? ¿Román?", pregunté.
"Sí. Su esposa, la señora Campos, está en la habitación de al lado. También está embarazada. Parece que es una epidemia de bebés", la doctora bromeó.
Sentí que el mundo se me venía abajo. Nilda. Su embarazo. Mi embarazo.
Escuché las voces de las enfermeras en el pasillo. "El señor Sánchez es tan guapo. Y tan atento con su esposa. Dicen que está embarazada".
Mis ojos se llenaron de lágrimas. Nadie me vio. Nadie me escuchó. Era invisible.
Me dieron de alta al día siguiente. Al llegar a casa, un sobre lacrado me esperaba en mi escritorio. Mis documentos de divorcio. Los había arreglado para que llegaran ahora.
Los firmé con una pluma temblorosa. Luego, le envié un mensaje a mi abogado. "Retrasa la entrega hasta que yo esté fuera del país. Que Román reciba los papeles cuando yo ya no esté".
Salí a la calle, el sobre en mis manos. Lo arrojé al buzón. Era el fin. El fin de mi matrimonio, el fin de mi dolor, el fin de mi vida pasada. Un nuevo comienzo.