Cuando por fin reuní el valor para pedir mi libertad, su madre, la matriarca, me informó con una frialdad que helaba los huesos que tendría que someterme a las "medidas disciplinarias" de la familia -treinta latigazos- para demostrar que no me estaban echando. Pero entonces, una verdad brutal hizo añicos mi mundo: "Es falso", reveló Damián con indiferencia. "Ese matrimonio ni siquiera es legal". Mis cinco años de sufrimiento, los golpes, la vergüenza pública... todo por una mentira.
El alivio duró poco. Brenda, la amante de Damián, me tendió una trampa, acusándome de lastimar a su perra y luego de intentar matarla durante un paseo a caballo. Damián, cegado por su devoción, le creyó cada mentira. Me castigó con una brutalidad salvaje, rompiéndome la pierna y dislocándome el brazo, dejándome abandonada a mi suerte, como si fuera a morir.
Yo solo era un objeto, un reemplazo, menos que una perra malcriada a sus ojos. Mi dolor, mi dignidad, no significaban nada. ¿Por qué le creía cada palabra, cada lágrima, a ella por encima de mi cuerpo ensangrentado?
Pero en lo más profundo de mi desesperación, apareció un salvavidas. Su madre, horrorizada por su crueldad, me envió en secreto a Madrid, concediéndome la libertad que había anhelado con desesperación. Por fin era libre, y juré no volver a ver a Damián Garza en mi vida.
Capítulo 1
"Quiero el divorcio".
Las palabras salieron de la boca de Ariadna Amor, silenciosas pero firmes, cortando la tensión asfixiante del imponente salón de la mansión Garza.
Estaba arrodillada sobre el mármol helado, con la espalda gritando de dolor por las heridas ocultas bajo su sencillo vestido. Tenía la cabeza gacha, pero su espíritu no estaba roto.
La señora Garza, la matriarca de la dinastía política, estaba sentada en una pesada silla de madera tallada, su rostro una máscara de fría indiferencia. Miró a Ariadna desde arriba, su voz desprovista de calidez.
"¿Y por qué querrías eso?".
"Usted sabe por qué", dijo Ariadna, su voz temblando ligeramente pero manteniendo el rumbo. "Este matrimonio nunca fue real. Fue una transacción. Una forma de que su familia quedara bien después de que mi padre muriera salvando la vida de Damián".
No necesitaba dar más detalles. La historia era de dominio público. Su padre, el chofer de la familia durante años, había recibido una bala destinada a Damián Garza, el único heredero. Para manejar el escándalo mediático y proyectar una imagen de gratitud, la señora Garza había obligado a su hijo a un matrimonio por contrato con la afligida hija.
"Durante cinco años", continuó Ariadna, su voz pesada por el peso de esos años, "he sido su esposa solo de nombre. He sido su saco de boxeo, su desahogo para cada frustración. He soportado su crueldad y su humillación".
Su voz bajó a casi un susurro.
"Y lo he visto amar a otra mujer".
El nombre flotaba en el aire, no dicho pero conocido por todos. Brenda Cortés. El amor de la infancia de Damián, su compañera constante, la mujer que trataba la casa de Ariadna como si fuera suya.
"Esa no es una razón suficiente", dijo la señora Garza, con tono displicente. "Eres la esposa de Damián Garza. Eso debería bastar".
Ariadna casi se ríe, un sonido amargo y roto.
"¿La esposa? Todo Monterrey sabe la verdad. Todo el mundo murmura sobre ello".
En una esquina del salón, dos primas lejanas ya estaban cuchicheando, sus voces bajas pero audibles.
"Está hablando de Brenda, ¿verdad?".
"Claro. Damián ni siquiera lo oculta. Se lleva a Brenda a todas partes. Le compró una mansión junto a su club privado en San Pedro".
La mandíbula de la señora Garza se tensó.
"Chismes de ociosos".
"No son chismes cuando deja mi cama para contestar sus llamadas. No son chismes cuando la presume en fiestas mientras yo me quedo en un rincón como una sirvienta", replicó Ariadna, levantando la cabeza para encontrar la mirada de la mujer mayor.
"Los hombres de poder tienen sus caprichos", dijo la señora Garza con frialdad. "El deber de una esposa es ser tolerante. Tienes un título y una riqueza más allá de tus sueños más locos. No seas avariciosa, Ariadna".
Ariadna sintió que el dolor agudo y punzante de su espalda se intensificaba. Era un recordatorio fresco del castigo de la noche anterior, una paliza con un cinturón de cuero porque había derramado accidentalmente vino en un traje que Brenda le había elegido a Damián. Su voluntad, sin embargo, era más fuerte que el dolor.
"No quiero el título. No quiero el dinero", dijo, las lágrimas finalmente asomando a sus ojos, nublando el rostro frío de su suegra. "Solo quiero ser libre. Se lo ruego. Déjeme ir".
Un largo silencio se extendió entre ellas. La señora Garza la estudió, un destello de algo indescifrable en sus ojos. Quizás fue la determinación en el tono de Ariadna, el puro agotamiento que irradiaba de ella.
"Muy bien", concedió finalmente la matriarca, las palabras cayendo como piedras.
El corazón de Ariadna dio un salto de esperanza desesperada.
"Pero conoces las reglas de esta familia", continuó la señora Garza, su voz volviéndose de hielo. "Irse no es un asunto sencillo. Damián es el heredero del imperio Garza. Un divorcio es una vergüenza. Para ganar tu libertad, debes soportar las medidas disciplinarias de la familia. Para demostrar que te vas por tu propia voluntad y no porque te hayan echado".
Ariadna sabía lo que esto significaba. La familia Garza tenía su propio y retorcido código de justicia, diseñado para quebrar a cualquiera que los desafiara.
"Las reglas establecen que cualquiera que desee romper los lazos debe soportar los treinta latigazos", dijo la señora Garza, su voz clínica. "Después de eso, puedes irte".
Treinta latigazos. Además de las heridas que ya tenía. Podría ser una sentencia de muerte.
Pero mientras Ariadna miraba a la matriarca, su mirada no vaciló. El recuerdo del día de su boda pasó por su mente. Damián ni siquiera se había presentado. Estaba con Brenda, consolándola porque estaba molesta por el matrimonio "falso".
Recordaba cada cena familiar donde Damián le ponía comida en el plato a Brenda, riendo y hablando con ella mientras Ariadna se sentaba en silencio, invisible.
Recordaba las largas y solitarias noches, oyendo llegar su coche, solo para que él pasara horas al teléfono, su voz suave y tierna mientras hablaba con Brenda, sonidos que nunca le dirigió a ella.
Recordaba la frialdad en sus ojos después de los raros y forzados momentos de intimidad, cuando le ponía un vaso de agua y una pastilla en la mano. "Tómatela. Eres la señora Garza. Ese es tu título. Pero no vas a tener un hijo mío".
Cinco años. Había esperado, ingenuamente, que su devoción silenciosa, su incansable gestión de su hogar, su lealtad inquebrantable frente a la humillación pública, pudieran algún día ganarle una pizca de su afecto. Un pago por la deuda que él tenía con su padre.
Pero él nunca la había amado. Nunca lo haría. Todo el mundo lo sabía.
¿Qué sentido tenía quedarse? Fue un error haber venido aquí, haber creído en una deuda de honor de un hombre que no la tenía.
Ella era solo una broma. Un reemplazo.
"Acepto", dijo Ariadna, su voz clara.
Arrastró su cuerpo roto de vuelta a la opulenta mansión que se suponía que debía llamar hogar. Cada paso era una agonía. Las heridas de su espalda ardían y sus piernas se sentían débiles.
Al llegar a la gran escalera, escuchó voces desde la sala de estar. La de Brenda, dulce y empalagosa.
"Damián, cariño, ¿cuándo te vas a deshacer de ella? No soporto verle la cara".
"Pronto, mi amor", la voz de Damián era un murmullo bajo, lleno del afecto que Ariadna había anhelado durante cinco años. "Solo ten paciencia".
"Pero a tu madre parece que le cae bien", hizo un puchero Brenda. "¿Y si no te deja divorciarte de ella?".
Damián se rio, un sonido que era a la vez encantador y cruel.
"¿Que le cae bien? A mi madre solo le importan las apariencias. Y además, ese matrimonio ni siquiera es legal".
Ariadna se congeló, su mano aferrándose a la barandilla.
Brenda sonaba sorprendida.
"¿Qué? Pero... ¿el acta de matrimonio? Yo la vi".
"Falsa", dijo Damián con suavidad. "Solo un pedazo de papel para satisfacer a la vieja y a la prensa. Ante la ley, esa mujer no es nada para mí".
El mundo se inclinó. El aire abandonó los pulmones de Ariadna. Su sangre se heló.
Falso.
Cinco años de sufrimiento, de palizas, de vergüenza pública, de aferrarse a lo único que creía que era real -su estatus como su esposa- y todo era una mentira. Una obra de teatro cruel y elaborada.
Ni siquiera era digna de un acta de matrimonio real.
Una extraña sensación de alivio inundó la desesperación. Si el matrimonio no era real, entonces irse sería aún más limpio. Era verdaderamente libre.
Apretó los puños, lista para darse la vuelta y salir por la puerta en ese mismo instante.
De repente, una pequeña bola de pelo blanca salió disparada de la sala de estar. Era Princesa, la consentida pomerania de Brenda. La perra gruñó y le clavó los dientes en la pantorrilla a Ariadna.
Un dolor agudo y punzante brotó de su pierna. La sangre empapó inmediatamente su media.
Gritó, tratando de quitarse a la perra de encima, pero esta se aferró con fuerza, gruñendo.
Unos pasos apresurados vinieron de la sala de estar. Apareció Brenda, vestida con una bata de seda que la hacía parecer la señora de la casa.
No corrió a ayudar. En cambio, empujó a Ariadna con fuerza, haciéndola tropezar contra la pared.
"¡Princesa! ¡Ay, mi bebé!", arrulló Brenda, recogiendo a la perra en sus brazos. Se volvió hacia Ariadna, con los ojos ardiendo de odio. "¿Qué le hiciste a mi perra? ¿Estás tratando de lastimarla?".
"¡Me mordió!", jadeó Ariadna, señalando su pierna sangrante.
"¡Mentirosa!", chilló Brenda. "¡Princesa nunca mordería a nadie si no la provocan! ¡Mujer despreciable, seguro estabas tratando de patearla!".
Ariadna estaba demasiado cansada para discutir. El dolor en su espalda y su pierna la estaban mareando. Solo quería irse. Intentó levantarse.
Brenda vio su movimiento y un brillo vicioso apareció en sus ojos. Levantó la mano para abofetear a Ariadna en la cara.
Instintivamente, Ariadna levantó el brazo para bloquear el golpe, su otra mano subiendo para apartar a Brenda.
En ese preciso instante, Damián salió de la sala de estar. Vio la mano de Ariadna extendida hacia Brenda y se movió en un instante, atrayendo a Brenda a su abrazo protector.