Contagio de amor
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Contagio de amor

Edgar Romero
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Capítulo 1 I

Yo sabía que Billy me engañaba. No me cabía duda. Él había estado muy diferente en los últimos días, ya no era tan cariñoso conmigo y siempre lo veía elegante, perfumado, peinado, con la barba bien recortada, muy atractivo y varonil, pero esquivo cuando nos encontrábamos, lo que se venía haciendo bastante esporádico. Eso me desesperaba y sumía mis horas de alcoba en la incertidumbre y el desconcierto.

Por más que trataba que Billy me confesara qué pasaba entre nosotros, no podía arrancarle palabra alguna y su mirada había dejado de pintarse de romance y tenía, ahora, una acuarela de aburrimiento y desidia, cuando hasta hacía unos pocos él estaba demasiado acaramelado conmigo, lo veía siempre divertido y distendido, haciéndome bromas, acariciando mis pelos, embelesado con mis besos, deleitándose con mis pupilas y haciendo el amor entre intensos fuegos.

Cambios de actitud de un día a otro o en forma paulatina, da lugar a sospechas y yo, en ese sentido, soy muy desconfiada y perspicaz y luego de sumar tantas sensaciones inequívocas de que algo estaba pasando con él, me convencí que había otra mujer en medio de nosotros.

Billy ocultaba celosamente su celular, incluso. No me lo daba por nada del mundo cuando hasta hace poco, compartíamos todo: selfies, llamadas, mensajes de textos, veíamos nuestras redes sociales, participábamos en juegos en línea y hasta apostábamos a los caballos o el fútbol. Por más que le pedía su móvil con cualquier pretexto, me decía siempre no, que estaba desconfigurado, que me esperaba una llamada urgente de su jefe, que estaba sin baterías y un millón de pretextos que solo contribuyeron a echar más leña al fuego.

Idolatraba a Billy, sin embargo. No lo voy a negar. Lo amaba demasiado, en realidad. Estaba engolosinada a él, prendada a su forma de ser alegre, divertido, distendido, ingenioso y de metas definidas, muy maduro e inteligente y capaz. Me volvía loca, además. Me sentía protegida entre sus brazos, me reconfortaba su calor, deliraba con sus besos, cuando hacíamos el amor, me eclipsaba por completo y me estremecía cuando alcanzaba mis fronteras más lejanas. Nadie como él para encender mis llamas y desatar mi absoluta feminidad atada a sus manos, ebria de sus labios y sucumbida a sus bíceps enormes, su espalda gigante y los vellos alfombrado su pecho tan o más macizo que una meseta.

Estaba tan enamorada de él que ya lo alucinaba como el padre de mis hijos. Él incluso, alimentaba mis expectativas siempre.

-Tendremos diez hijos-, me decía, besándome, acariciándome, conquistando mis carreteras, mis acantilados, desatando mis cascadas cristalinas, haciéndome suya una y otra vez, en delirantes faenas de desenfreno, éxtasis y mucho amor.

Se hizo dueño de toda mi geografía. Dejó las huellas de sus deseos hasta el último trozo de mi piel tan lozana como el velo de una novia. Y me encantaba que tatuara todos los centímetros de mis curvas con sus besos, sus lamidas excitantes y su calor que me derretía igual a una mantequilla.

Yo era plenamente suya, en otras palabras.

Por eso decidí seguirlo. Sabía que era un error, pero estaba demasiado celosa y mi cabeza era un hervidero de dudas que me taladraban los sesos y los sentía estallando, dentro de mi cráneo, como petardos, truenos y relámpagos. Me enfurecía pensar que Billy estaba con otra mujer y que esos besos tan dulces y apasionados que me daba todas las noches mientras estábamos en las sombras de la oscuridad, ahora los gozaba eclipsada, otra chica. Pensar en eso hacía que mi sangre entrara en ebullición, dentro de mis venas.

-¿Nos vemos en la noche?-, le llamé, entonces, a su móvil, con mi vocecita dulce, musical, melodramática, muy cariñosa y hasta sumisa. Billy sonrió con ironía.

-No, mi amor, tengo qué hacer, a las diez-, me dijo apenas y me colgó. Ni siquiera me dio un besito o me hizo la conversación, de cualquier cosa, como ocurría antaño.

Me puse un jean a la cadera, calcé zapatillas, una camiseta blanca, y me amarré el pelo en cola. Me puse, también, una gorra y fui agazapada a sorprenderlo con su amante. Billy vivía a unas cuadras de mi casa. Llegaba a las nueve de su oficina y después de cambiarse, nos veíamos en el parque, íbamos al cine o un hotel a pasarla de maravillas. Esa noche, llegó puntual a su casa, estuvo algunos minutos y luego salió cambiado, ciertamente duchado porque tenía los pelos mojados, muy alegre, canturreando una canción horrible, y se fue caminando, de prisa, casi brincando de gusto. Todos esos detalles me dieron más celos.

Lo seguí a corta distancia. Él pudo haberme visto no una, sino varias veces, pero estaba tan concentrado en lo que iba hacer que parecía un tanque avanzando raudo hacia el campo de batalla, sin detenerse, con la mirada puesta hacia su destino.

Recordé que ya le había preguntado si había otra mujer en su vida. -No, mi bebita, solo tú me importas, eres la solitaria estrella que brilla en mi cielo-, me dijo, besándome, rindiéndome al encanto de su boca áspera y excitante, muy masculina, que me obnubilaba y me llevaba a las estrellas.

Le insistí todas las veces que me dejaba plantada. -¿Te ves con otra chica?-, le decía malhumorada, arrugando la frente y juntando mis dientes.

-La única mujer en mi vida eres tú-, decía él, pero su mirada ya no tenía el brillo de antes, ese fulgor enamorado que me hacía suspirar y gemir de pasión y emoción a la vez.

Fue que llegó al parque que está a cinco minutos de donde él vive, escenario de nuestra primera cita y luego epicentro de miles de besos y caricias que me llevaban al arco iris, a sentirme súper sexy y sensual y que hizo de mis entrañas un lanzallamas, ardiendo siempre en fuego y en deseos de ser suya. Sentí mi sangre chapotear febril en mis venas, mi corazón se puso frenético en medio de mi busto y hasta cerré los puños furiosa, con ganas de arrancharle la cabeza.

Y entonces mis sospechas se hicieron verdad. Billy se encontró con otra mujer, la besó apasionadamente, quizás hasta con más vehemencia y encono de cómo lo hacía conmigo, tanto que la chica parpadeó encandilada y hasta levantó un pie y su zapato colgó en la punta de los dedos.

-¡¡¡¡Rayos!!!!-, mascullé y enceguecida por los celos, fui hacia ellos.

-Así es que la solitaria estrella en tu cielo, ¿eh?-, le dije cuando estuve frente a él. Le di un empellón a la mujer y sin más ni más le metí un puñetazo en la nariz a Billy. ¡¡¡¡Craaaaaaaackkkk!!!! sonó con estrépito, igual si se reventara una tabla. Sus fosas nasales se hundieron entre sus pómulos y Billy se derrumbó cuan largo es, aturdido y gritando adolorido. Cayó de bruces al suelo y su cara se duchó de sangre. Su nariz se volvió un caño ensangrentando no solo su rostro, sino su ropa tan elegante y carísima que se había puesto. La otra mujer gritaba aterrada y yo soplaba mi furia, igual a un toro echando humo en sus bufidos.

Me volví, siempre con los puños cerrados y me fui de allí, meneando las caderas como las palmeras, mis manos en eles, sacudiendo mis pelos, toda sensual.

Recién cuando llegué a mi apartamento y después de tumbarme en la cama y hundirme entre mis almohadas, me puse a llorar a gritos, en forma descontrolada, dolida por haber sido traicionada por aquel hombre al que idolatraba y que ya pensaba en el padre de mis hijos.

No volví a saber más de él. No me denunció, tampoco. Dentro de todo, creo que me quería un poquito pese haberme cambiado por esa otra mujer. Pero su traición me dolió mucho, estuve dos días llorando, encerrada en mi cuarto, sin salir a ningún lado ni siquiera ver televisión.

-Vanessa, el gerente está preguntando por ti, me llamó, entonces, mi mejor amiga, Nataniel, es mejor que te presentes de inmediato-

Estaba tan afligida que me había olvidado del hotel donde trabajo como azafata. Ya tengo tres años allí. Apenas había terminado la universidad, y me presenté a una convocatoria pidiendo anfitrionas, porque necesitaba dinero. Mis padres recién se habían divorciado y mi vida estaba patas arriba, así decidí concurrir y como soy una mujer alta, muy hermosa (modestia aparte, je), delgada, pelo caoba lacio largo y muchísimos otros atributos, me contrataron a ojos cerrados.

Después de ducharme, llamé a mi jefe. -Jean Pierre, sorry, me he sentido mal estos días, ya sabes, la enfermedad de las mujeres, mis caderas parecían explotar-, intenté una excusa conocida.

-No te preocupes, Vanessa. Hoy entras a la una de la tarde. Ten cuidado con los resfríos-, me dijo Jean Pierre.

-¿Resfríos, Jean Pierre? Estamos en marzo, no hay resfríos en marzo-, me divertí con él.

Mi jefe es un amor. Tranquilo, mesurado, parco y siempre apacible, aunque exigente y terco en sus decisiones, jamás, sin embargo, alza la voz ni se porta como un tirano o un patán. Las chicas lo adoramos y los chicos lo estiman muchísimo. Como siempre decimos cuando almorzamos juntos, sabe llevar la fiesta en paz.

Aproveché para ir al banco, porque, para variar, andaba con poco efectivo. No es que sea muy gastadora, sino que siempre me doy mis gustitos. Perfumes, minifaldas, jean, zapatos, botines, zapatillas, blusas o lencería son mi deleite y en ese sentido soy bastante manirrota, como se dice, por lo que gasto y gasto y termino en forma sempiterna, con apenas un sencillo en mi cartera.

Cuando hacía la cola para entrar al banco, pensaba en lo que me había dicho Jean Pierre, "ten cuidado con los resfríos". Ya lo había escuchado otras veces en el mercado, en la panadería y comprando el diario. Todos hablaban lo mismo. -Está fuerte la gripe, es mejor cuidarse, ojalá no llegue al país-, escuchaba no una sino muchas veces. En la televisión también hablaban de una enfermedad peligrosa que se había iniciado en Asia. Yo lo veía muy lejos, aunque hablaban que la cepa ya estaba en Europa y que habían muchos afectados en Italia y España. Pero todo eso me parecía tan pero tan remoto y estimaba que, como otras epidemias, seguramente sería pasajera.

La gerente del banco salió, entonces, de la entidad. Eso no lo voy a olvidar nunca.

-Mantengan una distancia, entran de dos en dos y por eso la atención está lenta, debemos evitar contagios, esto es muy peligroso-, fue lo que dijo.

Cuando me tocó mi turno, fui donde un joven que atendía en una de las ventanillas con una máscara antigases, como las que usaban en la guerra. Quedé boquiabierta.

-¿Cuánto va a retirar, señorita?-, me preguntó pero yo estaba perpleja, mirándolo con el enorme dispositivo cubriéndole toda la cara.

Me di cuenta de que aquello de los resfriados era algo, en realidad muy grave.

            
            

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