La Llave Negra
img img La Llave Negra img Capítulo 6 ☆Seis☆
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Capítulo 7 ☆Siete☆ img
Capítulo 8 ☆Ocho☆ img
Capítulo 9 ☆Nueve☆ img
Capítulo 10 ☆Diez☆ img
Capítulo 11 ☆Once☆ img
Capítulo 12 ☆Doce☆ img
Capítulo 13 ☆Trece☆ img
Capítulo 14 ☆Catorce☆ img
Capítulo 15 ☆Quince☆ img
Capítulo 16 ☆Dieciséis☆ img
Capítulo 17 ☆Diecisiete☆ img
Capítulo 18 ☆Dieciocho☆ img
Capítulo 19 ☆Diecinueve☆ img
Capítulo 20 ☆Veinte☆ img
Capítulo 21 ☆Veintiuno☆ img
Capítulo 22 ☆Veintidós☆ img
Capítulo 23 ☆Veintitrés☆ img
Capítulo 24 ☆Veinticuatro☆ img
Capítulo 25 ☆Veinticinco☆ img
Capítulo 26 ☆Veintiséis☆ img
Capítulo 27 ☆Veintisiete☆ img
Capítulo 28 ☆Veintiocho☆ img
Capítulo 29 ☆Veintinueve☆ img
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Capítulo 6 ☆Seis☆

Las puertas de hierro chirrían cuando se abren.

Contengo la respiración cuando el tren marcha despacio a través del muro que

separa el Banco de la Joya. Cuando vine aquí para la Subasta, casi siete meses atrás,

estaba drogada e inconsciente durante esta parte del viaje. Ahora puedo ver lo grueso

que es el muro; parece tan grueso como la Gran Muralla que rodea toda la isla. Nos

sumergimos en la oscuridad y solo puedo pensar en una cosa: ¿alcanzarán ochenta y

tres sustitutas para derribarlo?

Sustitutas, no. Me recuerdo a mí misma. Las sustitutas son esclavas. Somos

ochenta y tres Paladinas.

Después de un minuto de oscuridad total, miro asombrada por la ventanilla cuando la

Joya aparece ante mi vista. Había olvidado cómo engaña con su belleza.

Los edificios que bordean el lado interior del muro no son palacios, pero son

glamorosos de todas formas. Pasamos por un restaurante hecho completamente de

vidrio, tres filas de personas comen, beben y ríen. Hay un campo de croquet. Dos

adolescentes golpean bolas de colores brillantes mientras sus damas de compañía (un

hombre y una mujer) observan. A la distancia veo el edificio rosado con forma de

domo y torres doradas.

La Casa de la Subasta.

El tren avanza despacio hacia la estación, que es, por lejos, la más linda que he visto.

Hay una sala cómoda a un costado donde las personas pueden esperar los trenes. Hay

autos aparcados en la calle.

Nos dicen que nos quedemos quietas y en silencio hasta que los otros viajeros hayan

bajado y el tren esté vacío. Luego, descendemos en una fila ordenada. Nos esperan

tres carros. La mujer a cargo empieza a clasificarnos, de acuerdo a la Casa a la que

vamos. Espero mi turno, nerviosa, hasta que oigo una voz conocida.

–Esa no. Tiene que tener el emblema de la Casa de la Llama.

La última vez que vi a Lucien fue en la Rosa Blanca, cuando le pedí que salvara a

Sienna por mí. Eso fue unos dos meses atrás. Lo veo enfadado, impaciente, la boca

triste, la frente arrugada. El cabello atado como siempre en un rodete perfecto, y él se

acomoda el cuello de encaje del vestido blanco que lleva puesto cuando dos hombres

guardan un baúl dentro del maletero de un coche brillante con el emblema del Exetor:

una llama con una corona cruzada por dos espadas.

–Tengan cuidado, dije –grita a los hombres. Yo sabía que Lucien dirige la Casa del

Exetor y la Electriz, pero nunca lo había visto así. Parece... cruel.

Pero luego su mirada pasa a la fila de chicas que la mujer a cargo está clasificando,

les echa un vistazo rápido, busca un rostro conocido... y cuando sus ojos se posan en

mí, no muestran la más mínima señal de reconocimiento. El rostro apenas se le

entristece.

Supongo que debería sentirme aliviada. Es algo bueno que no me reconozcan. Pero

duele un poco, de todas formas.

–Ese es el último, señor –dice uno de los hombres.

–Muy bien –responde Lucien y le da algunos diamantes.

–¿A qué Casa?

Doy un salto. La mujer a cargo está delante de mí.

–¿A qué Casa? –repite.

–El Lago –respondo.

–Tercer carro –señala el que está más a la derecha y bajo la cabeza, sumisa y

apresurada, en dirección al carro, y me subo atrás. Está cubierto de un plástico color

café y hay dos bancos. Me siento junto a una chica regordeta de cabello negro y

rizado.

–¿En qué Casa vas a servir? –me pregunta.

–Ah, emmm, la Casa del Lago.

–Voy a una Casa Fundadora también –exclama–. La Casa de la Rosa. ¿Es la primera

vez que vienes a la Joya?

Asiento con la cabeza.

–Yo también. Soy Rabbet. ¿Cómo te llamas?

El carro se llena. Algunas chicas no le hablan a nadie, otras hablan en voz baja.

Casi escupo mi nombre verdadero, pero me detengo a último momento.

–Soy Lily.

–Tienes un lindo nombre –dice Rabbet–. ¿De qué círculo eres?

–La Granja –respondo cuando el vagón avanza. Parte de mí desea que Rabbet deje

de hablarme porque estoy nerviosa, pero de alguna forma me distrae–. ¿Y tú?

–El Humo. Empecé a trabajar como sirvienta en el Banco cuando tenía ocho años. Y

luego me ascendieron a ayudante de cocina y luego a criada. Mi señora quería que

fuera su camarera. Pero luego murió.

–Lo siento.

Rabbet se encoge de hombros.

–¡Ahora voy a trabajar en la Joya! Me pregunto cómo será el palacio de la Rosa.

Vi el palacio de la Rosa durante unos segundos. La Duquesa y yo lo pasamos con el

coche cuando íbamos al funeral de Dahlia. Estaba hecho de jade y parecía un árbol

siempre verde.

Solo puedo ver hacia fuera por la parte de atrás del carro y estoy a la expectativa de

palacios detrás de portones dorados, como los que veía en todos mis viajes por la

Joya. Pero el camino por el que vamos es rugoso y desnivelado, no como los caminos

lisos que recuerdo. Y no veo ningún palacio, sino muros de piedra a ambos lados. Y

sobre los muros, hay unas púas espantosas.

¿Estamos detrás de los palacios?

Eso tendría sentido. La realeza nunca querría ver este tipo de carros en las calles. No

querrían ni ver a los sirvientes.

Lo que sospecho se confirma cuando llegamos a la primera parada.

–¡La Casa del Viento! –grita el conductor. Una chica rubia y una morena saltan por

la parte trasera del carro. Hay una puerta de hierro en el muro de piedra y, a un

costado, cuelga una campana. La rubia hacer sonar la campana y el carro se mueve.

La chica morena nos mira mientras la puerta se abre, los ojos llenos de miedo, antes

de desaparecer de nuestra vista.

Nunca pensé en buscar una puerta en el muro que rodea el palacio de la Duquesa. Y

me encantaba caminar por el jardín agreste.

Luego, alejo mis pensamientos de allí, porque todos los recuerdos que tengo del

jardín están teñidos por Annabelle. Ella era mi propia dama de compañía, pero en

realidad era mi amiga. Mi primera amiga en la Joya. Era dulce y buena, y la Duquesa

la mató justo frente a mí.

Se me aparece el recuerdo de ella tirada, muriendo en el piso de mi habitación, un

monstruo de culpa y pena en mi interior. Aprieto los ojos durante un momento para recobrar el equilibrio.

Hacemos dos paradas más y luego llega el turno de Rabbet.

–¡La Casa de la Rosa! –exclama el conductor.

–Deséame suerte –dice ella entre respiraciones profundas.

–Buena suerte –asiento con una sonrisa tensa. El carro avanza y, dos paradas

después, el conductor grita:

–¡La Casa del Lago!

Las rodillas me tiemblan cuando bajo del carro y me paro frente a la puerta de hierro

que lleva al palacio de la Duquesa. Tengo la garganta seca y me resulta difícil tragar.

Tengo las piernas y los brazos dormidos y torpes; es como si hubieran olvidado cómo

funcionar. El carro se va y lo miro durante un momento, en pánico, y pienso que quizá

esto sea una idea muy estúpida. Pero luego recuerdo que Hazel está detrás de esta

puerta y, de alguna forma, mi mano logra levantarse y tirar de la cuerda que hace

sonar la gran campana dorada.

Pasan varios segundos. Luego, un minuto. Dos. Nada.

Hago sonar la campana otra vez. Y otra vez.

¿Y si Garnet olvidó decirle a alguien que yo vendría? ¿Y si la Duquesa dijo "No, él

no puede contratar una dama de compañía"? ¿Y si alguien más viene por este camino

y empieza a hacer preguntas? ¿Y si...?

La puerta ruge al abrirse.

–¿Qué quieres? –no reconozco a la mujer que está frente a mí. Es regordeta y más

grande que yo, con la piel color oliva y arrugas alrededor de los ojos.

–Vine... vine para trabajar aquí –digo.

Los ojos de la mujer se entrecierran.

–No estoy al tanto de que Cora haya contratado a alguien.

–Garnet me contrató.

La mujer se lleva la mano al pecho.

–¡Por Dios! Discúlpame. Cuando me lo dijo, pensé que era otra de sus bromas. Entra, entra, te daremos la vestimenta apropiada. ¿Cómo te llamas?

Tengo un poco de ganas de reír, porque la última vez que estuve aquí, no solo nadie

preguntó mi nombre, sino que tenía prohibido intentar decirlo en voz alta.

–Lily –respondo.

–Bueno, te asignaremos un nombre de dama de compañía apropiado. Soy Maude.

Doy un paso y estoy del lado interno de los muros del palacio del Lago, y los recuerdos son tan fuertes que amenazan con aplastarme. Todas esas caminatas con

Annabelle; el día que me mostró el invernadero, los tiempos en los que nos

sentábamos en una banca a escuchar los pájaros cantar y el viento soplar a través de

los árboles. Descubrir que Raven vivía al lado y alzar la mirada al muro que nos

separaba. Enviarle chucherías, un botón o una cinta para el cabello, cualquier cosa

para hacerle saber que yo estaba bien. Ver a Ash besando a Carnelian en el salón de

baile, la agonía arrolladora de saber que nunca sería mío. Cómo me siguió al laberinto

de plantas y me confesó que odiaba su vida. Ese fue el día que empecé a darme

cuenta de que éramos iguales.

–El pasaje a la cocina está detrás de esto –indica Maude y señala una estatua de un

pequeño arquero con un lobo a un costado, a punto de derrumbarse–. Pero te voy a

mostrar los jardines por ahora. Por aquí.

Actúo como si entendiera de qué está hablando. Caminamos por el jardín, los

pimpollos acaban de empezar a florecer en los árboles, el sol se filtra entre las ramas.

Pasamos un roble, donde el doctor Blythe me hizo practicar el tercer Augurio,

Crecimiento. El árbol era tan grande... Nunca pensé que podría afectarlo. Pero lo

hice. Recuerdo la sangre que me salió por la nariz mientras él aplaudía en

reconocimiento.

Veo que hay cosas nuevas también, cosas que no había podido notar antes. El olor

de la tierra aquí es diferente al de la Granja. Tiene un toque químico que hace que la

nariz se me arrugue. Y lo que me parecía salvaje acerca de la forma en que crecían los

árboles, ahora me parece ordenada: el jardín lucirá agreste, pero todos los árboles

fueron plantados con cuidado. Están tan atrapados aquí como lo estaba yo, todos

apretados, sin lugar para respirar. La Tierra es el elemento con el que me conecto con

más facilidad y de forma más profunda; los árboles que me rodean sienten mi

presencia, como las orejas de un perro se levantan cuando escuchan un sonido

conocido. Quiero alcanzarlos, unirme a ellos.

Pasamos el pequeño lago, donde le dije a Ash que no podía seguir viéndolo. Unos

peces de color naranja y blanco brillante nadan por el agua poco profunda. Entramos

en un área más cuidada al borde del gran laberinto de plantas. Pero en lugar de entrar

por la puerta junto al salón de baile –la puerta que siempre usaba cuando visitaba el

jardín–, Maude gira bruscamente a la derecha. Hay unas escaleras cavadas en el suelo,

escondidas por unos arbustos, que llevan a una puerta lisa de madera. La abre y me

encuentro en la esquina de una cocina bulliciosa.

Una gran mesa de madera domina el centro de la sala. Varias cocineras con

delantales blancos están ocupadas dando órdenes a los gritos, revolviendo cosas en

ollas o cortando vegetales. Hay cinco hornos enormes y parece haber algo que se

hierve, se cuece o se hornea en cada uno. Las sirvientas, con el rostro manchado de

hollín, atizan el fuego y llenan las pilas de leña que hay en diferentes partes de la

cocina. Una chica amasa una gran cantidad de engrudo. Es claro que estamos en un

piso inferior del palacio, porque las ventanas están altas en las paredes; unos rayos

largos y rectangulares de luz caen en diagonal a través de ellas. Hay ollas y cacharros

de bronce brillante colgados de unos estantes en el techo. Los aromas son deliciosos:

carne asada, ajo y pan recién horneado. Un lacayo coquetea con una criada en una

esquina y me sobresalto cuando la reconozco: es la criada de Carnelian. Creo que se

llama Mary.

Resisto la necesidad de tocar mi rostro, de asegurarme de que todavía está diferente.

–¿Quién es ella? –grita una cocinera con el rostro sonrosado. Es casi tan gorda como

la malvada Condesa de la Piedra, la antigua señora de Raven. Pero la Condesa de la

Piedra tiene ojos fríos, crueles, mientras que la expresión de esta mujer es mucho más

amigable.

–Garnet la contrató para servir a Coral –explica Maude.

–Bien por él –responde la cocinera–. Tenía que suceder tarde o temprano. Aquí

tienes, querida, come una tartaleta –se dirige a una bandeja de masas cubiertas de

rodajas de manzana glaseada. Tomo una y la como, agradecida.

–No hay tiempo para comer –replica Maude y me guía fuera de la cocina.

–Gracias –le digo a la cocinera mientras me limpio unas migajas de los labios. Me

sonríe.

Caminamos por un corredor largo de piedra, del que salen otros corredores, y luego

unas escaleras, y entramos al ala de la servidumbre del palacio. Maude me guía por el

corredor principal y luego gira rápido a la izquierda.

–Aquí estamos –anuncia y abre la puerta a lo que parece una combinación de un

salón y un vestidor. Hay un espejo tríptico en una esquina cerca de una fila de

armarios. Del lado opuesto, hay un sofá tapizado de seda color durazno y una mesa

ratona de madera caoba. Una jarra de agua y dos vasos descansan en la mesa.

–Busca un vestido que te quede... Creo que los vestidos de las damas de compañía

están... –abre la puerta de un armario, la cierra, luego abre otra–. Ah, aquí están.

Hay filas de vestidos blancos con cuellos altos de encaje. Se me hace un nudo en el estómago. Esto se está volviendo surrealista: que yo esté aquí, en circunstancias tan

diferentes... Miro los vestidos otra vez. ¿Son los mismos que usó Annabelle?

–Vamos, Lily, no tenemos todo el día –Maude introduce la mano en el armario y

toma un vestido–. Este parece de tu talla.

Me lo da, y noto que se supone que tengo que cambiarme ahora. Me quito el vestido

color café, triste de perder la única parte de la Rosa Blanca que traje conmigo. El

vestido de dama de compañía me calza bastante bien y decido que no puede haber

sido de Annabelle: ella era mucho más delgada que yo y tenía menos busto. El encaje

me pica alrededor de la garganta.

–Te queda hermoso. Ahora hay que arreglarte el cabello –Maude intenta tocarme el

rodete bajo que llevo, pero doy un paso atrás.

–Está bien, puedo hacerlo yo –digo. No necesito que me haga preguntas sobre el

arcana que llevo en el cabello a todos lados. Espero hasta que me da la espalda y luego

tomo deprisa mi cabello y me hago un rodete ajustado en el centro de la cabeza, como

el que usaba Annabelle, y escondo el arcana debajo.

–Muy lindo –comenta Maude. Me rocía con un poco de perfume floral y me declara

lista para que me vean en el palacio.

»La señora y Cora salieron en este momento –explica–. Me sorprende que Cora no

se haya quedado en casa a esperar tu llegada. Suele recibir a las damas de compañía nuevas.

–Tal vez no le creyó a Garnet tampoco –digo.

Maude ríe entre dientes.

–Tienes razón, querida. Es probable que no. Bueno, creo que me corresponde

mostrarte el lugar, entonces.

Sonrío. ¿Ni Cora ni la Duquesa y un paseo por el palacio? Es el momento perfecto

para buscar a Hazel. Maude tal vez me lleve directamente a ella.

–Me encantaría –respondo–. Después de ti.

                         

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