Es un desplome total: mi bolso vuela por el aire, mi rodilla choca contra el suelo alfombrado, y mi cara está a centímetros de besar el piso. El sonido de mis cosas desparramándose -un lápiz, mi celular viejo, un paquete de pañuelos- resuena como un tamborazo en el silencio.
Quiero morirme. Literalmente. Que el suelo se abra y me trague, que un rayo caiga del cielo y me desintegre, cualquier cosa para no tener que levantar la vista y enfrentar lo que sé que está ahí: Damián Valtor, el hombre más poderoso del mundo, viéndome hacer el ridículo más grande de mi vida. Pero no hay escapatoria. Estoy aquí, tirada como un desastre humano, y el calor sube por mi cuello hasta que siento que mi cara arde como una fogata.
Un par de zapatos negros impecables aparece en mi campo de visión. Son tan brillantes que casi reflejan mi humillación, y cuando alzo la mirada, lo veo. Damián Valtor está de pie frente a mí, alto como una torre, con un traje gris oscuro que parece hecho a medida para resaltar cada línea de su cuerpo. Su cabello negro está peinado hacia atrás con una precisión que grita control, y sus ojos -unos ojos grises que parecen acero líquido- me observan con una intensidad que me atraviesa. No hay sonrisa, no hay sorpresa, solo una ceja ligeramente arqueada que dice más de lo que cualquier palabra podría.
-¿Siempre eres tan elegante al presentarte? -Su voz es grave, profunda, como un trueno lejano, y hay un filo de sarcasmo que me corta como un cuchillo.
No sé qué responder. Mi lengua se siente como una piedra en mi boca, y lo único que logro es un balbuceo incoherente mientras intento ponerme de pie. Mis manos buscan apoyo en el suelo, pero antes de que pueda levantarme sola, él se inclina. Su mano -grande, firme, con un reloj plateado brillando en su muñeca- agarra mi brazo y me levanta con una facilidad que me hace sentir como una pluma. El contacto me quema, no porque su piel esté caliente, sino porque hay algo en él, en su fuerza, en su presencia, que me sacude hasta los huesos.
-Gracias -susurro, apenas audible, mientras me tambaleo un poco y trato de recuperar el equilibrio.
Él no responde. Solo me suelta y da un paso atrás, cruzando los brazos sobre el pecho mientras me estudia como si fuera un rompecabezas que no sabe si armar o tirar a la basura. Me agacho rápido a recoger mis cosas, metiendo el celular y los pañuelos en mi bolso con dedos torpes. El lápiz rueda bajo su escritorio, y decido dejarlo ahí; no voy a arrastrarme frente a él para recuperarlo. Cuando me enderezo, ajusto mi blusa arrugada y trato de alisarme el cabello, pero sé que sigo viéndome como un desastre.
-Siéntate -dice, señalando una silla de cuero frente a un escritorio que parece más caro que todo mi apartamento. Su tono no es una invitación, es una orden, y mis piernas obedecen antes de que mi cerebro lo procese.
Camino hacia la silla, rezando por no tropezar otra vez, y me siento con la espalda rígida, el bolso apretado contra mi regazo como si fuera un chaleco salvavidas. Él toma asiento al otro lado del escritorio, y el espacio entre nosotros se siente infinito y diminuto al mismo tiempo. Su oficina es un reflejo de él: paredes oscuras, muebles minimalistas, un ventanal enorme que muestra la ciudad como si fuera suya. Hay una placa en el escritorio que dice "Damián Valtor, CEO" en letras doradas, y ningún rastro de fotos, plantas o algo que lo haga humano. Todo es frío, perfecto, intimidante.
-¿Valeria Montes, supongo? -pregunta, mirando una hoja en sus manos, mi formulario, probablemente.
-Sí, soy yo -respondo, y mi voz suena como un chirrido comparada con la suya. Carraspeo, intentando sonar más segura-. Gracias por recibirme.
Él no contesta al agradecimiento. Sus ojos bajan al papel, y siento que está diseccionando cada palabra que escribí ahí, cada mentira pequeña que puse para sonar menos patética de lo que soy. Levanta la vista y me clava esa mirada otra vez, directa, sin piedad.
-¿Experiencia con niños? -Su tono es seco, como si ya supiera la respuesta y solo quisiera oírme admitirla.
-No mucha -confieso, y me maldigo por ser tan honesta-. Pero soy paciente, aprendo rápido y... creo que puedo hacerlo bien.
-¿Crees? -repite, y hay un destello en sus ojos, algo entre diversión y desdén-. No estoy buscando suposiciones, señorita Montes. Estoy buscando certeza.
Trago saliva, y el nudo en mi garganta crece. Quiero desaparecer, pero también quiero demostrarle que no soy tan inútil como parezco. Pienso en las facturas, en la carta de desalojo, en lo mucho que necesito esto.
-Estoy segura de que puedo cuidar de su hijo -digo, levantando la barbilla un poco, aunque mi voz tiembla-. No tengo experiencia formal, pero sé manejarme en situaciones difíciles. Y soy buena siguiendo instrucciones.
Él inclina la cabeza ligeramente, como si mis palabras lo intrigaran por un segundo. Luego apoya los codos en el escritorio y junta las manos, observándome con una intensidad que me hace querer esconderme.
-¿Y qué te hace pensar que puedes trabajar para mí? -pregunta, y cada sílaba pesa como plomo.
No sé qué responder. Mi mente corre, buscando algo, cualquier cosa que no suene como una súplica. Pero antes de que pueda hablar, él se inclina un poco más hacia adelante, y el aire entre nosotros se carga de algo que no entiendo.
-Tienes cinco minutos para convencerme de que no eres un desastre total -dice, y su voz baja un tono, convirtiéndose en un desafío que me eriza la piel-. Empieza.
Mi corazón se dispara, y por un momento, solo lo miro, perdida en esos ojos grises que parecen ver a través de mí. Pienso en mentir, en inventar una historia heroica sobre cómo salvé a un niño de un incendio o algo igual de ridículo, pero sé que me atraparía en segundos. Así que respiro hondo y dejo que las palabras salgan, crudas, sinceras, tal como soy.
-No soy perfecta -empiezo, y mi voz suena más firme de lo que esperaba-. Tropiezo, cometo errores, y probablemente no soy lo que esperaba. Pero soy alguien que no se rinde. He pasado por meses sin trabajo, sin dinero, sin nada, y sigo aquí, luchando. Si me da una oportunidad, no la desperdiciaré. Cuidaré a su hijo como si fuera lo único que importa, porque para mí, este trabajo lo es.
Silencio. Un silencio tan denso que puedo oír mi propia respiración. Él no se mueve, no parpadea, solo me observa, y juro que siento su mirada deslizarse por cada rincón de mi alma. Luego se recuesta en su silla, cruza los brazos otra vez y asiente apenas, un movimiento tan pequeño que casi lo pierdo.
-Interesante -dice, y no sé si es un cumplido o una condena-. Puedes irte. Te llamaremos si decides pasar a la siguiente etapa.
Me levanto, con las piernas temblando pero decidida a no caerme otra vez.
-Gracias por su tiempo -murmuro, y me giro hacia la puerta, sintiendo sus ojos en mi espalda como un peso.
Salgo de la oficina con el corazón en la garganta, la cabeza dando vueltas y una certeza extraña: acabo de conocer a un hombre que podría destruirme o salvarme, y no sé cuál de las dos cosas me asusta más.