Saco un billete arrugado -el último que me queda después de estirar mi presupuesto hasta el límite- y se lo entrego al conductor con dedos torpes.
-Gracias -murmuro, aunque él ni me mira, arrancando el motor y dejándome sola frente a esta bestia arquitectónica.
El aire de la ciudad me golpea, cargado de polvo y un calor pegajoso que hace que mi blusa se adhiera a mi espalda. Agarro mi bolso con fuerza, como si fuera lo único que me mantiene anclada a la realidad, y me obligo a dar un paso adelante. No entiendo cómo llegué aquí, cómo una desempleada como yo, con más tropiezos que éxitos, terminó postulándose para cuidar al hijo del hombre más poderoso del planeta. Pero Sofía tenía razón: no tengo nada que perder, y eso es lo que me empuja hacia esas puertas de vidrio que brillan como espejos.
Mi reflejo me devuelve la mirada mientras me acerco: Valeria Montes, veintiocho años, con una blusa blanca que planché hasta el cansancio para ocultar lo barata que es, una falda gris que me aprieta un poco más de lo que quisiera admitir y unos zapatos negros desgastados que chillan "rebaja" con cada paso. Mi cabello castaño está atrapado en una coleta desaliñada -no tuve tiempo ni energía para pelear con él-, y las ojeras bajo mis ojos son testigos de una noche en vela, imaginando todas las formas en que esto podría derrumbarse. No soy una candidata imponente, pero es lo que hay, y con eso tengo que enfrentarme a lo que venga.
Empujo las puertas giratorias y entro. El cambio me sacude: el aire acondicionado es una ráfaga helada que me eriza la piel, y el lobby parece otro mundo. El suelo de mármol blanco brilla tanto que casi me ciega, las luces cuelgan del techo como joyas flotantes, y detrás de un mostrador minimalista está una recepcionista que parece haber salido de un anuncio de perfume caro. Sus uñas rojas teclean con precisión militar, y cuando levanto la vista, me clava una mirada que mezcla curiosidad y algo que podría ser desprecio.
Me acerco, tragando saliva, y carraspeo para no sonar como un ratón asustado.
-Hola, soy Valeria Montes. Vengo por la entrevista... la de niñera -digo, pero mi voz se quiebra al final, perdiéndose en el eco del lugar.
Ella arquea una ceja perfectamente delineada y chequea algo en su pantalla.
-Tercera planta, sala de espera B. El ascensor está a la derecha. No llegues tarde -responde, cortante como un bisturí, y vuelve a su teclado sin darme otra mirada.
-Gracias -susurro, aunque dudo que lo escuche mientras me giro hacia el ascensor, con las piernas temblándome como si fueran de gelatina.
El trayecto en esa caja de metal pulido es breve pero eterno. El silencio solo lo rompe el zumbido suave del motor, y me miro en las paredes espejadas, ajustando mi blusa con dedos nerviosos. Las puertas se abren con un siseo, y salgo a un pasillo gris y silencioso, con alfombras tan gruesas que mis pasos no hacen ruido. Un cartel señala "Sala de espera B" a la izquierda, y lo sigo como si fuera un faro en medio de una tormenta. Cuando cruzo el umbral, el aire se me atasca en la garganta.
La sala está llena de mujeres -nueve, cuento rápido-, y todas parecen haber sido diseñadas para intimidarme. Hay una rubia con un traje sastre azul que grita dinero, tecleando en su celular con uñas que parecen joyas. Otra, de cabello negro y liso como un río de tinta, revisa una carpeta llena de documentos que deben ser credenciales impecables. Una pelirroja de piernas interminables se retoca el lápiz labial con un espejito, y todas desprenden una seguridad que yo no he sentido en meses. Me siento como un error, un borrón en esta pintura perfecta, y mi primer impulso es dar media vuelta y escapar.
Pero no lo hago. Me obligo a tomar asiento en una silla al fondo, en una esquina donde espero que nadie me note. El cuero está frío contra mis muslos sudorosos, y cruzo los brazos para esconder mis manos temblorosas. Miro alrededor, intentando no parecer tan fuera de lugar, pero es imposible. Estas mujeres son candidatas de verdad, con experiencia, con presencia. Yo soy solo... yo. Una desempleada que no sabe nada de niños y que probablemente tropezará con algo antes de que esto termine.
El murmullo de sus voces llena la sala, y capto pedazos de lo que dicen.
-El sueldo es de seis cifras al mes -susurra la rubia a una compañera que asiente con ojos brillantes.
-Dicen que él mismo hará las entrevistas -comenta la pelirroja, y hay un brillo en su tono que me hace fruncir el ceño.
-Una vez lo vi en persona, en un evento de Vortex. Es guapo, pero te corta el aliento de miedo -agrega una morena con un collar de perlas, y las demás ríen bajito.
¿Damián Valtor? ¿Guapo? ¿Aterrador? Lo he visto en fotos: cabello oscuro, mandíbula como esculpida en piedra, ojos que parecen atravesarte incluso en papel. Pero nunca lo pensé como alguien que podría estar a unos pasos de mí, alguien real. Mi estómago da un vuelco, y no sé si es por los nervios o por imaginarlo frente a mí, juzgándome con esa mirada que he visto en las portadas. ¿Qué voy a decirle? ¿Que estoy desesperada? ¿Que necesito este trabajo para no dormir en la calle? No suena exactamente como una presentación ganadora.
Un reloj en la pared marca las once en punto, y una puerta al fondo se abre con un chasquido que me hace brincar. Una mujer de traje gris aparece, tablet en mano, con el rostro tan serio que parece tallado en mármol. Su voz corta el aire como un látigo.
-Las entrevistas comienzan ahora. Cuando escuchen su nombre, pasen a la oficina principal. No hablen a menos que se les hable, y no toquen nada sin permiso. ¿Entendido?
Todas asienten como si fueran robots programados, pero yo apenas logro mover la cabeza. Mi boca está seca, y siento que mis piernas podrían fallarme si intento ponerme de pie. Ella empieza a llamar nombres.
-Carla Ramírez -dice, y la rubia del traje sastre se levanta con una sonrisa segura, desapareciendo tras la puerta.
La espero, conteniendo la respiración, imaginándola conquistando a quien sea que esté del otro lado. Pero cuando sale, su rostro está pálido y camina rápido, como si huyera. ¿Qué pasó ahí dentro? Mi ansiedad crece mientras los nombres siguen: algunas regresan altivas, otras cabizbajas, y yo me hundo más en la silla con cada turno.
Los rumores empiezan a circular entre las que quedan.
-Es frío como el hielo -susurra una.
-Hizo preguntas imposibles -dice otra, y yo siento que voy a desmayarme.
Cuando solo quedamos tres, mi corazón late tan fuerte que duele. Entonces lo escucho:
-Valeria Montes -anuncia la mujer, y el mundo se congela.
Todas me miran, y me levanto despacio, con las piernas como si fueran de trapo. Agarro mi bolso con tanta fuerza que mis nudillos palidecen, y la puerta está ahí, esperándome. Detrás de ella está él. Damián Valtor. El hombre que puede cambiar mi vida o romperme con una palabra.
Respiro hondo, empujo la puerta y pienso: "Por favor, Valeria, no te caigas."