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No dormí en toda la noche. Literalmente. ¿Cómo se supone que una debe conciliar el sueño cuando un par de diplomáticos con trajes caros y actitud de villanos de película te dicen que eres la copia exacta de una archiduquesa desaparecida y que quieren que tomes su lugar? Sí, no hay forma.
Las palabras "confidencialidad", "riesgo", y "compensación económica" no paraban de repetirse en mi cabeza como una playlist rota. Porque sí, mencionaron dinero. Mucho dinero. Lo suficiente para pagar mis deudas universitarias, mudarme de ese minúsculo apartamento en Londres y, con suerte, dejar de almorzar ramen instantáneo cinco días a la semana.
A las seis de la mañana, seguía sin pegar un ojo. Me miré al espejo del baño, despeinada y con ojeras nivel mapache, y me pregunté por enésima vez si estaba perdiendo la cabeza por siquiera considerar aceptar.
Y sin embargo, cuando bajé con mi mochila, un par de jeans, y mi suéter favorito (el que tiene un gatito tomando café, muy apropiado para una futura archiduquesa), allí estaba. Una limusina negra, estacionada frente a mi edificio de ladrillo feo en el barrio más aburrido de Londres.
De ella bajó Heinrich con su expresión de "todo en esta vida me molesta", y la baronesa Lisette, que parecía haber dormido sobre una nube perfumada en lugar de una almohada de cinco libras del supermercado como yo.
–Nos alegra que hayas tomado una decisión sensata –dijo Lisette con una sonrisa de "te lo advertí".
–Aún no sé si fue sensata o desesperada, pero aquí estoy –respondí encogiéndome de hombros.
Subí a la limusina y me acomodé en los asientos que olían a cuero caro y decisiones de adultos.
Me entregaron una carpeta con varios documentos legales que comencé a hojear mientras avanzábamos por las calles grises y congestionadas de la ciudad. Entre ellos, un contrato de confidencialidad que parecía más largo que mi tesis sobre el arte barroco francés. Lo firmé después de leer los puntos más importantes y tragar saliva al ver que si rompía el acuerdo, podrían demandarme por cifras que no sabía ni escribir. Nada de redes sociales, nada de contarle a nadie, nada de decir "estoy suplantando a una princesa", ni siquiera como chiste.
En cuanto terminé, comenzaron a darme una especie de resumen informativo versión royal.
–Como sabes, Amalia Therese de Luxemburgo es la única heredera directa del trono –comenzó Heinrich, mientras hojeaba una carpeta que parecía tener demasiadas páginas para leer en un solo día.
–Hace meses, sus padres, los archiduques Wilhelm y Marianne, murieron en un trágico accidente automovilístico. Desde entonces, Amalia ha quedado como figura central de la casa real –añadió Lisette, con un tono más delicado.
–¿Y no tiene otros familiares? ¿Tíos, abuelos, primos metiches?
–Tiene un hermano menor, Gabriel. Pero por ahora, tú serás Amalia –contestó Heinrich–. Al menos hasta que la encontremos o hasta que se resuelva la situación. Y para eso, tendrás que entrenarte.
–¿Entrenarme? ¿Tipo bootcamp de princesas?
–Exacto –sonrió Lisette, como si fuera lo más normal del mundo–. Clases de etiqueta, dicción, protocolo, historia del país, manejo de medios y relaciones públicas. Y por supuesto, tendrás que aprender a caminar como si llevaras una corona aunque tengas un día de menstruación y el zapato te apriete.
–Guau... suena glamuroso. ¿También incluyen clase de cómo fingir que no quieres llorar en cada cena oficial?
–Esa es la lección dos –dijo Heinrich, completamente serio. Yo me reí sola. A veces me olvido que los guardaespaldas no tienen sentido del humor.
Durante el trayecto al aeropuerto me mostraron fotos de Amalia: en desfiles, en discursos, en galas. Siempre impecable, siempre elegante. Esa chica no pestañeaba torcido ni bajo un huracán. Y luego estaba yo, que me tropezaba con mi propio pie en chanclas.
–Tendrás que imitar su manera de hablar. Es muy medida, pausada. No dice groserías. No hace chistes inapropiados. No canta Taylor Swift en la ducha. Ni ve telenovelas turcas a las tres de la mañana.
–¿Y cómo sobrevive?
–Con mucha represión emocional –dijo Lisette con una sonrisa misteriosa. ¿Era un chiste? ¿O una advertencia? Nunca lo sabré.
Finalmente, llegamos al aeropuerto. Pero no al aeropuerto comercial, no. Claro que no. Nos llevaron a una zona privada, donde una pista entera parecía reservada solo para mí y mi nueva crisis existencial.
–¿Eso es... un jet privado?
–Es el transporte oficial de la familia real luxemburguesa. A partir de hoy, también es tuyo –dijo Heinrich, como si fuera lo más cotidiano del mundo.
–¿También me dan una tarjeta de crédito ilimitada y un mayordomo sexy?
–No. Pero tendrás una escolta, dos asistentes personales y una instructora de modales que puede oler la inseguridad a kilómetros de distancia –respondió Lisette, riéndose apenas.
Subí al jet con el corazón golpeando más fuerte que mis pasos en la escalerilla. Dentro, todo era tan blanco y brillante que sentí que si tocaba algo iba a dejar huellas para siempre. Me senté junto a la ventana y observé cómo los motores cobraban vida.
Cuando el avión despegó, me aferré al asiento. No por miedo a volar, sino por miedo a todo lo que se avecinaba. Cerré los ojos un momento y dejé que el zumbido del avión me envolviera. Mi mente no paraba.
¿Y si me descubren? ¿Y si me equivoco? ¿Y si termino saludando como la reina de Inglaterra cuando solo debía asentir? ¿Y si cometo el pecado mortal de comérmelo todo en una cena real sin dejar nada en el plato? ¿Eso es delito?
Pero por otro lado... ¿y si podía con esto? ¿Y si realmente lograba sobrevivir? ¿Y si, después de todo, sí tenía madera de royal... aunque fuera contrachapada?
La ciudad de Londres se desdibujó bajo las nubes y yo me quedé ensimismada, pensando en todas las cosas que no sabía. Porque el camino real apenas comenzaba, y yo iba a recorrerlo con los zapatos prestados de una archiduquesa desaparecida.
¿La vida de palacio será como en las películas?
Lo iba a descubrir... con o sin final de cuento de hadas.