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Dormí como una piedra en ese jet privado. No sé si fue la presión, el estrés, o el hecho de que me dieron un vaso de jugo que sabía demasiado a vino, pero me quedé profundamente dormida a los pocos minutos del despegue. Y no fue un sueño glamuroso de princesa. No. Me desperté porque uno de los diplomáticos me estaba sacudiendo el hombro con cara de por favor deja de roncar como un leñador.
–Estamos aterrizando, señorita Whitmore –me dijo con una sonrisa forzada, de esas que uno pone cuando quiere parecer amable pero por dentro está deseando estrangularte.
Yo apenas abrí los ojos, con la marca de la costura del asiento en la mejilla y el pelo como si hubiese luchado con un huracán. Nada glamuroso. Nada digno de una futura archiduquesa. Pero claro, yo no soy una archiduquesa. Solo soy una estudiante inglesa con deudas, mala suerte, y ahora, una identidad robada con contrato de confidencialidad firmado. Genial.
El jet aterrizó en una pista privada del aeropuerto de Luxemburgo. Ni control de pasaportes, ni colas, ni turistas ruidosos. Todo fue tan silencioso y coordinado que me dio escalofríos. Apenas descendí, una brisa fría me golpeó en la cara, y en el suelo ya esperaba una limusina negra brillante, con chofer de guante blanco incluido. Me sentí como en una película... solo que con ojeras, aliento a chicle y probablemente con babita seca en la comisura de los labios.
El trayecto desde el aeropuerto hasta el palacio fue un desfile de campos verdes, casas de piedra con techos grises y una ciudad que parecía de cuento. Me explicaron algunas cosas en el camino, pero no les presté mucha atención. Iba demasiado ocupada mirando por la ventanilla como niña en excursión. En algún punto mencionaron algo de nuevas clases, historia de la corona luxemburguesa, y un protocolo de seguridad que debía aprender. Ah, y me repitieron que no debía hablar de esto con nadie. Duh. Ya había firmado un contrato de confidencialidad más largo que una tesis.
Pero entonces... apareció.
El palacio.
Majestuoso. Inmenso. Un monstruo arquitectónico de mármel, piedra tallada y ventanales infinitos. Torres que tocaban el cielo, jardines que parecían hechos con bisturí. Me quedé sin aliento. Literal. Tuve que recordarme que debía cerrar la boca.
–Bienvenida a su nuevo hogar –dijo uno de los diplomáticos mientras descendíamos del coche.
Y entonces empezó la locura.
No me dieron tiempo ni para respirar. Tres mujeres con trajes grises, moños ajustados y cara de "hoy no desayuné felicidad" me escoltaron directamente a lo que sería mi habitación. Bueno... habitación es quedarse corto. Era una suite palaciega, con cama de dosel, alfombras persas, cortinas más caras que mi alquiler anual y un vestidor que parecía una boutique de lujo.
–Debemos comenzar inmediatamente –me informó una de ellas, mientras otra ya sacaba un vestido azul celeste con encaje, mangas apretadas y corsé incorporado. Me estaban transformando en Amalia Therese de Luxemburgo a la fuerza... y sin anestesia.
Tacones. Peinado. Maquillaje. Y luego: clases.
Etiqueta. Historia. Protocolo. El uso correcto del abanico. El saludo real. La inclinación exacta de la cabeza. Yo solo quería sentarme. Y quizás llorar un poquito.
–Señorita Whitmore, camine con más gracia –me reprendió un instructor, mientras yo tambaleaba sobre esos zapatos de tortura con cara de querer romperme los tobillos. Me tropecé tres veces, confundí al mayordomo con un conde, y casi lanzo una bandeja de porcelana por los aires intentando agarrarla como "una dama".
Y sí, también solté una carcajada en medio de la clase de historia cuando nos contaron que un rey murió por una indigestión de paté de oca. ¿Qué quieren que haga? ¿No reírme?
–Una archiduquesa no ríe así –me dijo otra instructora, mientras yo intentaba contenerme. Me recordaba a una institutriz salida de una novela victoriana.
Pasaron horas. Siglos. Eras geológicas. Y finalmente, cuando el sol ya se había puesto, me dejaron volver a mi cuarto. Me arrastré hasta el baño, me zafé el vestido como si huyera de un monstruo, y me metí en una bañera llena de espuma caliente. Casi lloro del placer. Era lo único bueno del día.
Cuando finalmente me dejé caer en esa cama que parecía hecha con nubes y suspiros de unicornios, cerré los ojos y suspiré largo.
¿Qué rayos estaba haciendo aquí?
¿Qué me esperaba mañana?
Y sobre todo... ¿cuánto tiempo podría mantener esta mentira sin que alguien descubriera que la futura archiduquesa en realidad era una becaria con talento para tropezarse con las alfombras?
Spoiler: ni yo tenía idea.