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Desperté en un mar de sábanas tan suaves que probablemente habían sido tejidas por ángeles suizos en sus ratos libres. Me estiré como un gato perezoso, con la boca abierta y el cabello revuelto como si hubiese peleado con un secador de pelo salvaje. El sol entraba por las gigantescas ventanas de cristal, saludándome como si yo de verdad fuera una archiduquesa y no una universitaria inglesa que apenas sabía peinarse sin terminar pareciendo un arbusto en primavera.
Cuando puse los pies en el suelo, la alfombra era tan mullida que por un segundo dudé si me había muerto y estaba en el cielo. Spoiler: no. Porque tocaron la puerta.
–¿Señorita Amalia? –preguntó una voz femenina que sonaba a perfume caro y a disciplina militar.
–Eh... sí –respondí con voz ronca, aún medio dormida. Ay, por favor que no me vean con estas ojeras que podrían considerarse cráteres.
Lisette entró con su habitual elegancia glacial, seguida por Heinrich, que parecía tener un palo metido... bueno, ya sabes dónde.
–Hoy tenemos una pequeña salida programada –dijo Lisette con una sonrisita misteriosa–. Vestimenta discreta. Peinado simple. Gafas de sol. Nada de alboroto.
–¿Vamos a robar un banco o qué?
–No. A conocer Luxemburgo.
En menos de lo que pude decir "croissant con Nutella", ya me habían vestido con ropa de civil -que para ellos era un abrigo de diseñador, bufanda de cachemir y zapatos tan brillantes que podían usarse como espejos retrovisores- y me escoltaron fuera del palacio hacia un auto negro de cristales oscuros. Heinrich manejaba como si estuviera en una misión secreta y yo iba en el asiento trasero sintiéndome como la protagonista de una película de espías, solo que con menos estilo y más torpeza.
–Luxemburgo –empezó Lisette mientras el auto rodaba por calles pulcras y perfectamente ordenadas– es uno de los países más ricos del mundo. Lo sabías, ¿verdad?
–Claro. Lo tengo justo debajo de "cosas que probablemente nunca podré pagar".
Lisette no rió. Heinrich tampoco. Pero yo sí. Internamente. Muy fuerte.
Me explicaron un poco sobre la historia del país, de cómo la monarquía aquí tenía más peso simbólico y cultural, pero aun así el pueblo adoraba a sus figuras reales. Cuando doblamos una esquina y vi el centro histórico... wow. Casas de tejados inclinados, callejones empedrados, escaparates adorables y... ¿era eso un cartel de Amalia? Sí. Una gigantografía en la fachada de una librería.
–¿Siempre hay posters así?
–Claro –dijo Heinrich–. Amalia es amada por el pueblo. Su imagen es parte del orgullo nacional.
Bueno, sin presión, ¿no?
Vi más de esos retratos por todas partes. Revistas, tiendas de ropa, una panadería que ofrecía "Croissants de la Archiduquesa"... ¡Hasta una tiendita de souvenirs con llaveros de su rostro!
–Tienen más merch que los BTS –murmuré.
Después de una caminata rápida (nada de selfies, tristemente), regresamos al coche y volvimos al palacio. Yo ya me sentía más agobiada que un actor secundario en un reality show. Tenía que ser esa chica. Esa ídola nacional. Esa princesa moderna. Ay, mamá... bueno, si tuviera una.
Y justo cuando pensé que podría irme a comer algo o dormir una siesta... ja. Qué ingenua.
Me lanzaron de cabeza a otra sesión de protocolo. Y esta vez, el instructor no era un viejito simpático con voz amable. No. Era un alemán alto, flaco, con el ceño fruncido tan duro que parecía que se le iba a caer la cara de tanto juzgar.
–Una dama no camina. Desliza –me decía mientras yo trataba de no tropezar con los tacones.
–Una dama no se sienta. Se posa –añadió cuando me dejé caer en la silla como saco de papas.
–Una dama no se ríe a carcajadas. Sonríe con gracia.
Sí claro, si supieras los memes que veo a diario...
Tres horas después, con los pies hinchados, el alma fracturada y mi dignidad enterrada bajo una montaña de "no lo estás haciendo bien", me llevaron al "Centro de Preparación de Imagen Real". También conocido como el salón de belleza más lujoso del planeta.
Primero las uñas: manicura francesa perfecta, como si mis manos fueran a ser coronadas.
Luego las cejas: dolor, cera, pinzas, más dolor, y algo llamado "hilo hindú" que casi me saca el alma por los ojos.
Después el cabello: me cortaron, me peinaron, me alisaron y me hicieron ondas suaves, como las de Amalia. Me miré al espejo y casi no me reconocí. Y eso que aún faltaban las pestañas, los tratamientos, el tinte exacto, los retoques.
Una mascarilla de perlas, un exfoliante de oro (¿oro, en serio?) y por último, unas lentillas color miel para lograr el tono exacto de Amalia Therese.
Cuando por fin terminé... me vi.
Me vi a ella.
Amalia.
Era su cara. Su mirada. Su expresión. Su maldito clon perfecto.
Me quedé en shock. Me acerqué al espejo. Parpadeé.
–Oh, por Dios... –susurré–. Soy ella.
Lisette me miró con los brazos cruzados.
–Aún falta la forma de caminar, hablar, moverte, pensar... pero ya tienes la fachada.
La fachada. Claro. Porque esto era una obra de teatro. Un acto gigantesco. Una mentira de proporciones reales.
Salí del salón de belleza como en cámara lenta. Me sentía como una impostora con corona. Una ladrona de rostros. Pero también... poderosa. ¿Acaso sería esto lo más cerca que estaría jamás de ser la protagonista de mi propia película?
Y si lo era... bueno, entonces me prometí a mí misma una cosa mientras caminaba por los pasillos dorados del palacio con mis nuevos tacones carísimos:
Voy a brillar.
Aunque tenga que tropezarme un poco en el camino.