Capítulo 4 La primera misión

El amanecer despuntaba tímidamente sobre Villa Esperanza, pero en el cuartito que Beatriz compartía con su hermano, la luz apenas se atrevía a entrar. Martín dormía a su lado, su respiración débil como un susurro. Beatriz se sentó en el borde de la cama, apretando entre las manos el pequeño sobre que había recibido horas antes.

Todavía le temblaban los dedos.

"Entrega esta carta en el escritorio de la biblioteca. Confío en ti."

Esas habían sido las instrucciones.

Tan simples. Tan letales.

Miró a Martín, su carita pálida, su cuerpo frágil. Cerró los ojos un instante. No tenía opción. Tenía que hacerlo.

Se lavó la cara con agua fría, recogió su cabello en una trenza apretada, y se vistió con su uniforme gastado de sirvienta. Ajustó el delantal sobre su vestido, como si pudiera armarse de valor al hacerlo.

Antes de salir, su madre se cruzó en su camino.

-¿Vas temprano hoy? -preguntó ella, con la voz áspera por el cansancio.

Beatriz bajó la mirada.

-Sí, mamá. Hay mucho que hacer en la mansión.

Su madre le acarició la mejilla, ese gesto silencioso que era su única forma de decirle cuánto la amaba sin palabras.

Beatriz apenas pudo sonreír. Si su madre supiera que lo que iba a hacer podía costarles todo...

Caminó los pocos kilómetros hasta la entrada de la Mansión Moura. Las grandes rejas negras, adornadas con hojas de hierro forjado, se alzaban como un monstruo durmiente. Respiró hondo. Fingió seguridad. Fingió ser una de tantas.

El jefe de sirvientes, don Matías, la observó cuando cruzó la entrada. Un hombre corpulento, de gesto severo, y ojos entrenados para detectar cualquier irregularidad. Beatriz agachó la cabeza y avanzó, ocultando el sobre entre la ropa sucia del cesto que llevaba.

El interior de la mansión olía a cera pulida, perfume caro y secretos antiguos. El eco de sus pasos resonaba en los corredores de mármol. Cada sirviente que pasaba a su lado bajaba la mirada, acostumbrados a no ser vistos.

Se deslizó hacia el ala este, donde estaba la biblioteca. El corazón le martilleaba en los oídos. Sabía que ese sector era vigilado con especial recelo.

La puerta de la biblioteca se alzaba ante ella, intimidante, maciza, tallada con motivos de parras y racimos de uvas.

Beatriz lanzó una última mirada a su alrededor. No había nadie.

Giró la manija. Crujió.

Por un instante, pensó que alguien vendría corriendo a atraparla. Pero el pasillo siguió en silencio, indiferente.

Dentro, la biblioteca era un santuario de otro mundo. Estanterías infinitas, el aroma embriagador de papel antiguo, cortinas pesadas que filtraban la luz en haces dorados.

El escritorio estaba al fondo, un mueble de roble negro, imponente.

Avanzó con pasos ligeros, como un fantasma.

Cuando llegó, encontró el cajón central cerrado. Empujó con cuidado.

Se abrió apenas.

Sus dedos temblaron cuando colocó la carta dentro. La dejó con reverencia, como si fuera una ofrenda en un altar prohibido.

Entonces, un chasquido seco rompió el silencio.

Beatriz se irguió de golpe.

Una figura se dibujó en el umbral.

Doña Estela Moura.

La matriarca.

Alta, elegante, con un vestido negro que parecía absorber la luz a su alrededor. Sus ojos, dos agujas de hielo, se clavaron en Beatriz.

-¿Qué haces aquí, muchacha? -su voz fue un látigo.

El cesto cayó de las manos de Beatriz, esparciendo ropa sucia a sus pies. Balbuceó.

-S-señora... vine a limpiar... El jefe de sirvientes me envió...

Doña Estela avanzó, cada paso resonando como una sentencia.

-¿Limpiar? ¿En la biblioteca? -inquirió, con una ceja arqueada-. Qué curioso. Yo no ordené nada.

Beatriz bajó la cabeza, sintiendo las mejillas arder.

-Disculpe, señora. Solo cumplo órdenes.

El silencio se hizo denso.

Beatriz no se atrevía a respirar.

Finalmente, la matriarca se acercó lo suficiente como para que Beatriz sintiera su perfume pesado, envolvente, asfixiante.

-Recuerda tu lugar, niña -susurró Doña Estela, su voz afilada como un cuchillo de cocina-. En esta casa, los que olvidan cuál es su sitio... acaban fuera.

El mensaje no podía ser más claro.

Un movimiento en falso y no solo ella, sino también su familia, pagarían las consecuencias.

Beatriz asintió rápidamente, recogió su cesto y se retiró de la biblioteca sin mirar atrás.

Cada paso era un desafío a su propio miedo.

Cuando finalmente cruzó de nuevo al pasillo principal, sus piernas flaquearon.

Se apoyó contra la pared, sintiendo que el mundo giraba.

No había sido solo una carta.

Había sido una declaración de guerra.

Una guerra en la que, por primera vez en su vida, Beatriz Sosa no era una espectadora.

Era una pieza, un soldado...

¿O tal vez un peón condenado?

Y lo peor era que la batalla apenas acababa de comenzar.

            
            

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