Capítulo 5 Sombras en la mansión

El día avanzaba en Villa Esperanza, lento y pesado como un castigo.

Beatriz no podía quitarse de la mente el encuentro en la biblioteca.

La mirada de Doña Estela la perseguía incluso cuando fregaba los pisos, cuando servía las copas brillantes en los comedores, cuando recogía la ropa de cama perfumada con esencias caras.

Sentía un nudo constante en el estómago, como si en cualquier momento alguien fuera a tocarle el hombro y arrastrarla fuera de la mansión a empujones.

Pero la llamada llegó de forma distinta.

-Beatriz Sosa, al despacho del joven señor -anunció uno de los mayordomos, seco, casi divertido, como si supiera que para una criada como ella aquello sólo podía significar problemas.

Beatriz dejó el cubo de agua, se secó las manos temblorosas y caminó por los pasillos anchos y fríos como corredores de un mausoleo.

El despacho de Eduardo Moura estaba en la parte privada de la casa.

Donde los sirvientes no entraban.

Donde los secretos se escondían detrás de puertas de roble macizo y cortinas de terciopelo oscuro.

Tocó suavemente.

-Adelante -dijo una voz desde dentro.

Beatriz abrió la puerta.

Eduardo estaba detrás de un escritorio monumental, rodeado de libros, papeles, y una lámpara de luz cálida que teñía de oro su cabello castaño claro.

Parecía absorto leyendo un documento, pero al levantar la vista, sus ojos grises se clavaron en ella con una intensidad que la dejó inmóvil.

-Cierra la puerta -ordenó.

Ella obedeció.

Por unos segundos, solo hubo silencio.

El aire entre ellos vibraba con algo que Beatriz no podía nombrar, pero que la hacía sentirse desnuda.

-Lo hiciste bien -dijo él al fin, dejando los papeles a un lado-. La carta está en su lugar.

Beatriz asintió, apretando las manos contra el delantal para controlar el temblor.

-Pero hubo un problema -añadió Eduardo, su tono endureciéndose.

El corazón de Beatriz se detuvo un instante.

-¿Un problema...? -murmuró.

Él se puso de pie. No era un hombre excesivamente alto, pero tenía una presencia que llenaba la habitación.

Se acercó despacio, como un depredador que analiza a su presa.

-Mi abuela te vio -dijo, deteniéndose frente a ella, demasiado cerca.

Beatriz bajó la mirada, pero Eduardo no lo permitió.

Le levantó el mentón con dos dedos, obligándola a enfrentarlo.

-¿Qué le dijiste? -preguntó, su voz baja, peligrosa.

-Solo... solo que cumplía órdenes de limpieza, señor -balbuceó Beatriz.

Él la estudió en silencio.

Sus ojos parecían atravesarla, leer todos sus miedos, todos sus secretos.

De pronto, sonrió.

Una sonrisa ladeada, casi cruel.

-Bien pensado -dijo, soltándola-. Eres más lista de lo que pareces.

Beatriz tragó saliva.

Eduardo volvió a su escritorio, sirvió dos copas de brandy y, para su sorpresa, le ofreció una.

-No bebas -advirtió cuando ella extendió la mano, confusa-. Solo es para que nadie sospeche si nos ven.

Ella retiró la mano de inmediato, avergonzada.

Él se rió suavemente, como si disfrutara viéndola incómoda.

-Escucha, Beatriz -dijo, esta vez más serio-. En esta casa, todo es una guerra silenciosa. Cada palabra, cada mirada, cada gesto. Y tú ahora estás en medio de esa guerra... conmigo.

Ella sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

-¿Por qué me eligió a mí? -se atrevió a preguntar.

Eduardo la observó con una expresión que no logró descifrar.

-Porque tú eres invisible -respondió-. Y nadie sospecha de los que no tienen voz. Ni nombre.

Eres perfecta para lo que necesito.

La crueldad de sus palabras dolió más que cualquier golpe.

Beatriz no era una aliada para él.

Era una herramienta.

Un silencio tenso se instaló en el despacho.

-Hoy por la noche -continuó Eduardo- tendrás tu siguiente tarea.

-¿Otra? -se le escapó, sin poder evitarlo.

Él sonrió de nuevo, divertido por su espanto.

-Sí. Esta vez, mucho más peligrosa.

Beatriz quiso protestar, pero pensó en Martín. En las medicinas. En el dinero que Eduardo había prometido.

-Haré lo que sea necesario -dijo en voz baja.

Eduardo la miró durante un largo instante.

Algo en su expresión cambió, se suavizó apenas, como un destello efímero de humanidad.

-Eso espero, Beatriz -susurró.

Ella se giró para irse.

Cuando su mano rozó el picaporte, la voz de Eduardo la alcanzó como un murmullo en la espalda.

-Y Beatriz...

Se detuvo, sin atreverse a mirar atrás.

-Ten cuidado -dijo él-. No todos aquí son tan... benevolentes como yo.

El tono en su voz le heló la sangre.

Beatriz salió al pasillo sintiendo que el aire le pesaba como plomo.

Sabía que había cruzado una línea invisible.

Y que ya no había vuelta atrás.

Ahora, no era solo su vida la que estaba en juego.

Era todo lo que amaba.

Y la noche todavía no había comenzado.

                         

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