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El papel estaba firmado.
El documento que, durante años, había deseado tener frente a mí ahora yacía sobre la mesa, con mi firma elegante estampada al final. La firma de mi libertad.
Pero, ¿por qué entonces me sentía tan vacía?
Subí las escaleras con paso firme, sin volver la vista atrás. No quería darle la satisfacción de ver el temblor de mis manos. No quería que notara cómo mi pecho subía y bajaba con dificultad, luchando contra las lágrimas que me quemaban la garganta.
Cuando cerré la puerta tras de mí, mis piernas flaquearon. Mi espalda se deslizó lentamente contra la madera hasta que quedé sentada en el suelo, con la respiración entrecortada.
El dolor me alcanzó de golpe, como un puñal que se clava despacio, retorciéndose en la herida. Las lágrimas brotaron sin control, corriendo por mis mejillas, arrasando con la coraza que me había esforzado tanto en mantener.
Cinco años.
Cinco años soportando sus ausencias, su indiferencia. Cinco años resignándome a que nunca me amaría como yo lo amaba a él.
Pero ya no más.
Me obligué a levantarme, me aferré a la determinación que me había llevado a firmar ese maldito papel. Caminé hasta el baño y abrí el grifo del agua fría. Me lavé el rostro con furia, como si pudiera borrar las lágrimas, como si pudiera arrancar de mi piel el tacto de sus manos, el sabor de su boca.
Cuando levanté la vista, mi reflejo me devolvió la mirada.
Ojos enrojecidos.
Labios temblorosos.
El rostro de una mujer rota, pero no vencida.
-Se acabó -susurré, como si necesitara escucharme a mí misma para creerlo.
Respiré hondo. Tomé la toalla y sequé mi rostro con lentitud, como si al hacerlo pudiera borrar también los últimos vestigios de él.
No iba a quedarme allí.
Esa casa, con sus paredes frías y sus habitaciones vacías, ya no me pertenecía. Nunca lo había hecho.
Me dirigí al vestidor, ese enorme espacio lleno de ropa elegante que alguna vez había elegido para parecer la esposa perfecta. Ropa que había usado para complacerlo. Me detuve frente a los percheros y, sin pensarlo demasiado, comencé a arrancar las prendas.
Vestidos de gala, tacones de diseñador, joyas costosas. Todo terminó sobre la cama en un desorden caótico.
No iba a llevarme nada de eso.
Solo abrí el cajón donde guardaba mis cosas más personales: un par de jeans desgastados, una blusa blanca sencilla, mis zapatillas favoritas. Ropa que me recordaba quién era antes de él.
Antes de convertirme en la sombra de su esposa perfecta.
Con movimientos precisos, tomé una maleta de mano. Guardé lo esencial: algunos documentos, mi neceser, y las pocas cosas que realmente eran mías. El resto... que ardiera en el infierno, junto con todo lo que me recordaba a él.
Me dirigí a la caja fuerte. La abrí con la clave que, irónicamente, todavía no había cambiado. 0106. Mi cumpleaños. La fecha que él nunca recordaba.
Tomé un fajo de billetes y algunos papeles importantes. No quería su dinero, pero tampoco iba a salir de allí con las manos vacías.
Justo cuando cerraba la maleta, la puerta se abrió de golpe.
-¿Qué estás haciendo? -su voz grave me alcanzó como un latigazo.
No me volví. No lo miré.
-Me voy.
Sentí su presencia tras de mí. No se movió, pero la tensión en el aire creció como una tormenta contenida.
-¿A dónde? -preguntó con frialdad. Su voz era baja, casi gutural.
Me obligué a sonreír. Me giré despacio y lo enfrenté.
-Eso ya no te importa.
Vi cómo su mandíbula se tensaba, cómo la furia se acumulaba en su mirada gris. Pero no dije nada más. No le debía explicaciones.
-¿Por eso firmaste tan rápido? -soltó con una risa seca, incrédula-. ¿Para irte con otro?
Sus palabras me golpearon como una bofetada.
Lo miré con frialdad. Con todo el desprecio que pude reunir.
-No, Kendell. Firmé tan rápido porque no quiero perder más tiempo contigo.
Su mirada se oscureció. Dio un paso hacia mí, tan cerca que pude sentir su respiración agitada contra mi rostro.
-No me provoques, Ana.
La amenaza estaba implícita, pero ya no le temía.
Ya no.
-¿O qué? -le espeté, alzando la barbilla con desafío.
Su pecho subió y bajó con violencia. Vi cómo sus manos se cerraban en puños.
Por un segundo, creí que iba a sujetarme de nuevo. Pero no lo hizo.
Se limitó a clavar sus ojos en los míos, como si intentara descifrar si mi determinación era real o solo una máscara.
-Vas a arrepentirte. -susurró con voz ronca.
Me reí.
Una risa amarga, seca, vacía.
-Ya lo hice. Durante cinco años. Pero no más.
Sin decir una palabra más, lo empujé a un lado y caminé hacia la puerta. Sentí su mirada clavada en mi espalda, pero no me detuve.
Descendí las escaleras con la cabeza en alto. Pasé por el salón sin mirar las fotos enmarcadas, las alfombras persas, las lámparas costosas. Nada de eso era mío.
Cuando crucé la puerta, el aire fresco me golpeó el rostro. Inhalé con fuerza, como si fuera la primera vez que respiraba en años.
No miré atrás.
No quería verle.
No quería recordar nada.
Caminé hacia mi coche, lo encendí y salí de allí sin mirar por el retrovisor.
No era un escape.
Era un renacimiento.
Era el comienzo de mi nueva vida, sin él.