Capítulo 5 Mi refugio

Conduje hasta mi casa como si el demonio me persiguiera.

Las manos me temblaban sobre el volante.

El camino de regreso fue un borrón; no supe si había pasado un semáforo en rojo o si había cambiado de carril sin fijarme. No me importó.

Solo quería llegar.

Solo quería huir de él.

Al ver la fachada de la casa de mis padres, el nudo en mi garganta se apretó con fuerza.

Mi refugio.

El único lugar donde aún podía fingir que estaba a salvo.

Entré a la propiedad casi a ciegas, con la vista nublada por la ira y la frustración.

Empujé la puerta con brusquedad, pero apenas había cruzado el umbral cuando escuché el chirrido de llantas detrás de mí.

Me detuve en seco.

No necesitaba girarme para saber quién era.

El rugido del motor de su auto deportivo me golpeó como un zarpazo.

No tenía que mirar.

Su presencia era tan imponente, tan salvaje, que podía sentirla en la piel.

Me giré lentamente.

Ahí estaba, bajando del auto con la misma arrogancia con la que había entrado en mi vida.

Vestido de traje negro, la chaqueta abierta, la corbata floja alrededor del cuello y la camisa blanca desabotonada en el pecho.

Su cabello oscuro estaba revuelto, y su mandíbula tensa marcaba la línea de su rabia contenida.

Sus ojos grises, gélidos como la tormenta, estaban fijos en mí.

Avanzaba con paso decidido, como si fuera a invadir mi espacio, como si todavía tuviera derecho a hacerlo.

La furia explotó dentro de mí.

Sentí cómo la sangre me hervía en las venas.

No iba a permitirle irrumpir en mi hogar.

-¡¿Qué demonios haces aquí?! -espeté con la voz rota, sin poder contenerme.

El odio me desbordaba, me quemaba la garganta.

Se detuvo a pocos pasos de mí, con las manos en los bolsillos de su pantalón, como si la furia que yo sentía no le afectara en lo más mínimo.

-Tenemos que hablar. -Su voz fue baja, pero firme. Tan condenadamente autoritaria.

Me reí con amargura.

-¿Hablar? ¿Ahora quieres hablar? -Escupí la palabra con desprecio-. ¿De qué? ¿De tu nueva vida con Amanda? ¿O de cómo piensas obligarme a ser tu esposa por un año más mientras le pones la corona a tu reina embarazada?

Su mandíbula se tensó.

Una sombra oscura cruzó su mirada, pero no se inmutó.

-No tengo opción, Ana. -Su voz fue áspera, fría, sin rastro de culpabilidad-. Tú tampoco.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

Su tono indiferente, como si estuviera hablando de un mal negocio en lugar de mi vida, me caló hasta los huesos.

Di un paso hacia él, sin miedo, con los ojos encendidos por la furia.

-¿No tienes opción? -solté con sarcasmo-. Por supuesto que la tienes, Kendell. Puedes renunciar a la herencia, puedes darle todo a la caridad. No finjas que no hay alternativa.

Sus ojos se estrecharon.

Su respiración se volvió más pesada.

-¿Crees que puedo dejar que mi abuelo lo pierda todo? -espetó, acercándose más, hasta que su pecho casi rozaba el mío-. ¿Que su legado acabe en las manos de extraños?

Su voz era grave, cargada de rabia contenida.

-¡No uses a tu abuelo para justificar tus miserias! -grité, furiosa-. Tú solo quieres el poder. ¡Eso es todo lo que te importa!

Sus ojos se oscurecieron.

En un movimiento brusco, su mano atrapó mi muñeca.

Su agarre fue firme, pero no doloroso.

Solo lo suficiente para que sintiera el calor abrasador de su piel.

-¿Y tú? -susurró con voz ronca, pero cargada de veneno-. ¿Qué diablos te importa si me quedo o no con la herencia? Si te largaste sin mirar atrás.

Su aliento caliente rozó mi rostro.

Estaba tan cerca que podía sentir el aroma de su colonia, mezclado con un leve rastro de whisky.

Ese maldito aroma que alguna vez me había enloquecido.

Lo miré directo a los ojos.

Mi pecho subía y bajaba con respiraciones cortas, entrecortadas.

-No me importa. -Escupí la mentira con rabia, clavándole la mirada-. Puedes quedarte con todo, yo no quiero nada de ti. Ni tu dinero. Ni tu apellido. Ni tus malditas mentiras.

Su agarre se endureció levemente, pero su rostro se mantuvo inexpresivo.

Impasible.

-¿Estás segura? -susurró con voz ronca.

Su aliento caliente chocó contra mis labios.

Sus ojos descendieron a mi boca.

Mi cuerpo entero se tensó.

Mi pecho apretado, mi corazón galopando enloquecido.

-Sí. Estoy segura. -murmuré, pero mi voz ya no tenía fuerza.

Temblaba.

Y entonces, lo hizo.

Sin advertencia. Sin permiso.

Sus labios chocaron contra los míos con furia.

El beso fue una colisión violenta, desesperada.

Sus manos atraparon mi rostro, apretándome contra él, como si no pudiera soportar un segundo más sin tocarme.

Y yo...

Yo no lo empujé.

No lo aparté.

No lo detuve.

Porque lo odiaba.

Pero lo deseaba con la misma intensidad.

Su lengua invadió mi boca con hambre, con rabia, con desesperación.

Mi cuerpo respondió.

Mis manos, como si tuvieran voluntad propia, se aferraron a su camisa, aferrándose a su pecho, arrugando la tela con la misma furia con la que él me besaba.

Me besó con todo el dolor, con toda la frustración y con toda la maldita pasión que nos consumía.

Sus labios eran duros, demandantes, egoístas.

Me mordió el labio inferior, tirando de él, y un gemido involuntario escapó de mi garganta.

Entonces, se separó bruscamente.

Sus ojos estaban nublados de deseo.

Su respiración entrecortada, pesada, rugiente.

Nos miramos durante unos segundos, jadeando como dos animales al borde del colapso.

Su pecho subía y bajaba con violencia.

El mío también.

Y sin decir una palabra más, dio media vuelta.

Se alejó.

Entró en su auto.

Y desapareció, dejándome temblando, con los labios aún ardiendo por su sabor.

                         

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