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El portón de la antigua casa de mis padres crujió con dificultad al abrirse. El óxido en la bisagra protestó con un chirrido agudo, como si la casa misma se lamentara de mi regreso. Hacía años que no cruzaba esa entrada. Años desde la última vez que me había permitido caminar por este sendero cubierto de maleza, con las piedras del camino apenas visibles entre la hierba seca.
Me detuve frente a la puerta principal. La pintura estaba descascarada, el marco ligeramente torcido por el paso del tiempo. Saqué la llave de mi bolso. La misma llave que había llevado durante años, aunque nunca tuve el valor de usarla.
Respiré hondo y la introduje en la cerradura. Giró con un leve clic y empujé la puerta.
El olor a encierro y polvo me golpeó de inmediato, mezclado con el aroma agrio de la madera vieja. El silencio era absoluto. Ni un reloj, ni el leve zumbido de la calefacción. Nada. Solo el eco de mis pasos resonando en el suelo de mármol.
Todo estaba como lo había dejado.
Los muebles ocultos bajo sábanas blancas, como fantasmas atrapados en un sueño eterno. El viejo candelabro del recibidor cubierto de telarañas. La escalera de caoba crujió bajo mi peso cuando la subí.
Mis dedos temblaron al rozar la barandilla. Aquella misma que había deslizado cientos de veces cuando era niña, bajando de prisa para abrazar a mis padres. Cerré los ojos un segundo, pero la punzada en mi pecho fue inmediata.
No podía pensar en eso. No ahora.
Subí a mi antigua habitación. La puerta seguía igual: la madera clara con la marca de un rasguño que había hecho con una horquilla cuando tenía doce años. La empujé y entré.
El aire estaba denso, cargado de polvo.
La colcha de la cama, que alguna vez había sido de un blanco reluciente, ahora estaba amarillenta, cubierta por una fina capa de polvo. Las cortinas desgastadas colgaban sin vida.
Caminé hasta el viejo armario de roble y lo abrí. El aroma de la madera vieja y la lavanda marchita me envolvió. Busqué entre la ropa, empujando vestidos que ya no me representaban, hasta que encontré lo que buscaba: un conjunto deportivo, aún dentro de su bolsa original. Una reliquia olvidada.
Lo saqué, deslicé la cremallera y lo saqué con lentitud. Me desvestí frente al espejo empolvado, observando mi reflejo con detenimiento. Mis mejillas aún estaban pálidas, mis labios secos, pero mis ojos...
Mis ojos ya no estaban vacíos.
Me puse el conjunto, me recogí el cabello en un moño desordenado y, sin dudarlo, comencé a limpiar.
Sacudí las sábanas blancas con furia, levantando nubes de polvo que me hicieron toser. Abrí las ventanas, dejando que el aire viciado escapara. Mis manos se llenaron de polvo y suciedad, pero no me importó.
Fregué el suelo, quité las telarañas de las esquinas. Limpié con la desesperación de quien busca borrar años de abandono.
Y, por un momento, me sentí bien.
Hasta que... alguien llamó a la puerta.
Me congelé.
Me limpié las manos en la parte trasera del pantalón, desconcertada. Nadie sabía que estaba aquí.
Nadie.
Me acerqué lentamente, con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho. Cuando abrí la puerta, mi aliento se atascó en la garganta.
-¿Qué demonios haces aquí? -la voz profunda de Kendell retumbó en mis oídos.
Sus ojos grises estaban oscuros, fríos, pero había algo más en ellos. Algo peligroso. Algo roto.
-¿Qué quieres? -solté con voz áspera, ignorando la súbita aceleración de mi pulso.
Sus ojos recorrieron la estancia con desdén. Su boca se torció en una mueca burlona.
-¿Piensas vivir en esta pocilga? -espetó con desprecio, cruzando los brazos sobre su pecho.
El veneno en sus palabras me caló, pero no lo mostré.
-No es tu maldito problema. -Le sostuve la mirada. No me encogería ante él.
Él dio un paso hacia mí. Su cercanía encendió cada fibra de mi piel.