Capítulo 4 Nunca terminara

Pasaron días sin noticias de Kendell.

Ni una llamada, ni un mensaje, nada.

Como si aquella noche en mi casa no hubiera existido.

Me aferré al silencio, decidida a no buscarlo. No después de haberlo visto marcharse sin siquiera mirarme. Sin una palabra.

En lugar de pensar en él, me concentré en la casa.

La soledad del lugar comenzaba a pesarme, así que llamé a las pocas personas que alguna vez habían trabajado para mis padres. Personas que, con el tiempo, se habían convertido en parte de mi familia.

Cuando abrieron la puerta, sus rostros se iluminaron con una mezcla de sorpresa y cariño. No me hicieron preguntas.

No quisieron saber por qué estaba allí, ni qué había pasado en los últimos años. Simplemente me abrazaron y comenzaron a trabajar.

Rosario, la cocinera, fue la primera en llegar. Sus manos ásperas, curtidas por el trabajo, acariciaron mi rostro con ternura, como cuando yo era niña.

-Mi niña, estás tan delgada. -Me reprendió, como si el tiempo no hubiera pasado.

Raúl, el jardinero, llegó con sus herramientas, decidido a devolverle el alma al jardín marchito.

Mientras él cortaba el césped, yo limpiaba las ventanas, Rosario cocinaba y, poco a poco, la casa comenzó a respirar de nuevo.

Pasé los días sumida en el trabajo.

Limpiando, organizando, devolviéndole vida a cada rincón.

No pensaba en él.

No lo recordaba.

O al menos, me obligaba a creerlo.

Hasta que recibí la llamada.

-Señora Lombardo, soy el abogado del señor Lesters. -La voz formal sonó distante, pero firme-. Hoy es la lectura del testamento de su abuelo. Su presencia es necesaria.

Me quedé helada.

Había olvidado por completo la lectura del testamento.

No pensaba ir.

-Lo siento, pero no veo la necesidad de asistir. -Mi voz sonó cortante. No quería verlo. No quería verlos.

-Señora, -el abogado insistió con firmeza-, el señor Lesters pidió expresamente que usted estuviera presente.

Mi pecho se contrajo.

El abuelo de Kendell... Aquel hombre noble, dulce y generoso, había sido la única persona que realmente me había tratado con afecto durante mi matrimonio. Él siempre me había querido como a una nieta.

No pude negarme.

-Está bien. Iré.

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Me vestí con un conjunto sobrio, pero elegante.

Un pantalón negro entallado, blusa de seda color marfil y un abrigo camel. Nada ostentoso.

Me maquillé con discreción, cubriendo las ojeras que el cansancio había dejado.

Al llegar al despacho del abogado, la atmósfera era sofocante.

La familia de Kendell estaba allí, con sus miradas altivas y calculadoras. Su madre, con ese aire arrogante que siempre había tenido, me lanzó una mirada llena de desprecio.

Y entonces, lo vi.

Kendell.

De pie, al lado de Amanda.

Su mujer.

Mi pecho se comprimió con violencia, pero no dejé que se notara.

Me obligué a respirar con calma, a sostener la mirada en alto.

Amanda, en cambio, me observó con odio absoluto.

Sus ojos, antes dulces y risueños, ahora eran fríos y crueles.

Llevaba un vestido ceñido, dejando notar su vientre abultado.

El hijo de Kendell.

El hijo que yo nunca tendría.

Mi corazón se hizo añicos, pero no lo mostré.

Me limité a tomar asiento, con la espalda recta y el rostro sereno.

Kendell no me miró.

No me dirigió la palabra.

Se mantuvo impasible, con el rostro frío e inquebrantable.

Pero sus manos estaban cerradas en puños sobre sus muslos.

El abogado carraspeó para llamar la atención y comenzó a leer el testamento.

-El señor William Lesters deja todas sus propiedades, bienes e inversiones a su nieto, Kendell Lesters.

La madre de Kendell sonrió con soberbia.

La sala entera estalló en murmullos.

Todo para él.

Por supuesto.

Siempre había sido así.

Pero la sonrisa de su madre se desdibujó en un segundo cuando el abogado continuó:

-Sin embargo... -dijo con voz firme-, hay una condición.

La sala quedó en silencio.

-El señor Lesters especificó que para que su nieto pueda heredar todo el patrimonio, debe permanecer casado con la señora Ana Lombardo durante un año más.

El aire se volvió espeso.

La voz del abogado retumbó en mis oídos.

La madre de Kendell se levantó de golpe.

-¡Esto es un absurdo! ¡No pueden hacerle esto a mi hijo!

Amanda también protestó.

Su rostro palideció, y sus manos, que hasta entonces se aferraban con dulzura al brazo de Kendell, lo soltaron como si quemara.

-¡No pienso permitirlo! -gritó, con los ojos desorbitados-. ¡Esto es ridículo! ¡Kendell ya está casado conmigo!

El abogado se mantuvo imperturbable.

-Lamento informarle, señorita Amanda, que el matrimonio de su prometido con la señora Lombardo aún no ha sido disuelto legalmente.

-Por lo tanto, a efectos legales, siguen casados.

Amanda lanzó una maldición, volviendo la mirada hacia Kendell, exigiendo que dijera algo.

Pero él no lo hizo.

Se levantó con calma, sin mirar a nadie más que a mí.

Sus ojos grises me taladraron.

-Un año más, Ana. -Su voz fue baja, áspera, solo para mí-. Puedo aguantar un año más.

Sus palabras me atravesaron como un cuchillo.

Su tono indiferente, sin emociones, como si estuviera aceptando un castigo temporal.

Lo miré con frialdad.

Mis labios temblaron ligeramente, pero los apreté con fuerza.

-¿Y si me niego? -pregunté, con la voz apenas audible.

El abogado intervino.

-Si alguno de los dos rompe la cláusula, toda la herencia irá directamente a la caridad.

Sin excepciones.

El silencio fue sepulcral.

Y entonces, el abogado agregó algo más:

-Hay una cláusula adicional.

Dos meses antes de que finalice ese año, ambos deberán pasar un mes juntos en la cabaña del lago.

Sin excepciones.

Sin contacto con el exterior.

Completamente solos.

La sala entera quedó en shock.

La madre de Kendell empezó a gritar insultos, mientras Amanda lanzaba miradas asesinas.

Pero él no reaccionó.

Sus ojos estaban clavados en los míos.

Fijos. Intensos.

No dijo nada, pero la sombra de una sonrisa amarga curvó ligeramente la comisura de sus labios.

Como si, de alguna manera, el destino hubiera decidido encerrarnos juntos.

Mi pecho se encogió con dolor, pero no dejé que nadie lo notara.

Me puse de pie con calma.

Mi mirada recorrió la sala, deteniéndose apenas un segundo en Kendell.

No dije nada.

Solo me giré y caminé hacia la puerta, con los hombros firmes.

Cuando crucé la salida, mi corazón latía con violencia.

El aire frío golpeó mi rostro.

Cerré los ojos por un segundo.

Un año más.

Un maldito año más atada a él.

Y lo peor de todo era que, a pesar del dolor, a pesar de Amanda, una parte de mí... una parte pequeña y rota deseaba que ese año nunca terminara.

            
            

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