Capítulo 2 El secuestro

Capítulo 2 - El secuestro

La clase de Literatura Contemporánea se desarrollaba frente a Leah como un murmullo lejano. Las palabras del profesor flotaban en el aire, pero no llegaban a instalarse en su mente. Sus apuntes estaban en blanco, su bolígrafo giraba entre los dedos con movimientos inconscientes. Veía moverse los labios del profesor, los suspiros de sus compañeros, las hojas pasar... pero no escuchaba. No estaba allí.

Seguía viendo los ojos de Erika, su reacción tensa, su voz temblorosa. Seguía escuchando la confesión de su padre como un eco punzante. Y, sobre todo, volvía a ese coche negro. A esa certeza que no podía explicar, pero que había sentido tan vívidamente como una mano en el cuello.

La inquietud le trepaba por la espalda como un animal invisible. ¿La estaban vigilando? ¿Iba a pasarle algo? ¿Y si estaba exagerando? ¿Y si no?

Un ligero temblor le recorrió las piernas bajo el pupitre. Alzó la vista hacia la ventana. El cielo estaba gris, con nubes bajas y pesadas. Como si Manhattan supiera lo que estaba por ocurrir.

La campana sonó y apenas se movió. Alrededor, la gente recogía libros y salía a toda prisa. Ella tardó más. Quería parecer tranquila, aunque por dentro sentía que algo se rompía. Caminó despacio por el pasillo, saliendo al patio central de la universidad. La lluvia fina había vuelto, acariciando su rostro con una humedad helada.

Sacó el móvil y revisó los mensajes. Nada nuevo.

Miró a la izquierda.

Nada.

A la derecha.

Tampoco.

Se giró.

Ni una sombra.

Respiró hondo y bajó los escalones con paso más firme. Trató de convencerse de que todo estaba bien. Que podía ir a casa. Que su padre había exagerado. Que el miedo solo estaba en su cabeza.

Entonces lo sintió.

Un pinchazo.

Seco. Furtivo. Preciso.

En el lado izquierdo del cuello.

-¿Qué...? -alcanzó a decir, llevándose la mano a la zona.

Un ardor tibio se extendió bajo su piel.

Y luego, el frío.

No el frío del clima. No el de la lluvia.

Uno más profundo.

Un frío que se coló en sus venas, que le paralizó los dedos, que le nubló la vista. Sus piernas fallaron, su visión se oscureció.

La calle se curvó como si el suelo se deslizara bajo sus pies. Las voces se apagaron. El mundo giró.

Antes de caer, sintió unos brazos rodearla con fuerza. Una voz desconocida le susurró al oído:

-Shhh... tranquila . No luches. No servirá de nada.Quédate quieta.

No podía moverse, aunque hubiera querido. Todo se desvanecía. La calle, los rostros, el cielo.

Después, la oscuridad la envolvió.

Leah cayó en un abismo sin fondo.

Y Marco Santoro se la llevó. Sin dejar rastros.Sin ruidos. Sin testigos.

Lejos de la universidad, en las entrañas de Manhattan, Max Ravello la esperaba.

...

El mundo volvió lentamente, como si emergiera desde el fondo de un lago oscuro. Leah parpadeó. Su cuerpo estaba pesado, entumecido. El colchón bajo ella era suave, demasiado suave. El aroma del cuarto era extraño, masculino: cuero, humo y algo especiado.

Abrió los ojos.

El techo no era el de su habitación. Tampoco las paredes. Aquello era una habitación amplia, con cortinas gruesas, muebles elegantes y una tenue luz dorada filtrándose desde una lámpara de pie.

Su corazón se agitó.

No llevaba su ropa. Solo una camiseta larga, de algodón suave, que apenas le cubría los muslos. No había signos de violencia... pero se sentía expuesta, vulnerable.

Se incorporó de golpe y su mirada lo encontró.

Él.

No necesitaba preguntar quién era.

Era guapo. Tan guapo que dolía mirarlo. Cabello oscuro, mandíbula marcada, ojos oscuros que no parpadeaban. Un hombre alto, de complexión sólida, vestido con camisa negra ajustada, mangas remangadas, tatuajes asomando por los antebrazos. Atractivo de una forma peligrosa.Estaba recostado con una pierna cruzada sobre la otra, como si tuviera todo el tiempo del mundo.

Pero Leah lo supo de inmediato.

Ese hombre era el diablo.

Y ella estaba en el infierno.

-Así que tú eres la princesita de papá -dijo con voz baja, rasposa, con un deje de burla en la lengua.

Leah se encogió sobre sí misma, tirando con ambas manos la camiseta hacia abajo, intentando cubrirse lo más posible. La tela no ayudaba. Sentía su mirada como una quemadura sobre la piel.

-¿Supongo que sabes por qué estás aquí? -continuó él, acercándose unos pasos. Sus botas resonaron sobre el suelo de madera.

Ella negó lentamente con la cabeza, aunque la respuesta estaba clavada en su pecho como un puñal.

Max se inclinó hacia ella, sin dejar de mirarla, y le acarició la mejilla con los nudillos. Un contacto lento, calculado.

Leah tembló.

-Hasta que me decida qué hacer contigo -susurró-, estarás encerrada aquí, ángel.

Ella apretó los labios, el miedo en su garganta convertido en nudo. Aún así, encontró fuerzas para hablar.

-Déjame ir a casa. Prometo ayudarte con mi padre. Haré lo que me pidas, solo... -trató de sonar firme, pero la súplica quebró su voz.

Max sonrió. Frío.

-Ni lo sueñes. Ya puedes borrar esa idea. O te quedas... o tu padre muere.

Leah lo miró, incrédula, los ojos inundados por lágrimas que aún no caían.

-Eres un monstruo -escupió con un hilo de rabia que le salió desde las tripas.

Él alzó una ceja, divertido.

-Bueno... me dicen La Bestia. Por algo será.

Leah tragó saliva. El silencio que siguió fue más cruel que cualquier amenaza. Lo miró con una mezcla de desafío y dolor. Luego murmuró:

-¿Sabes qué? Mejor mátame ya. Si ya por estar aquí contigo... me siento muerta.

Un instante.

Un latido.

Los ojos de Max se oscurecieron apenas, como si sus palabras hubieran tocado un rincón oculto de su alma. Pero su expresión no cambió.

-Eso no va a pasar, ángel. -Su voz descendió a un susurro venenoso-. Y no te equivoques: no estás muerta. Lo estarás cuando yo lo decida.

Leah bajó la mirada, tragando su miedo como veneno. El infierno acababa de comenzar.

Y Max Ravello tenía la llave.

...

Pasaron muchas horas desde que Leah había desaparecido. Su móvil seguía apagado, y los mensajes sin leer se acumulaban como una sombra en la mente de Erika. La inquietud se volvió dolor físico en su pecho. Ella conocía demasiado bien ese silencio. No era normal. No con Leah.

Entonces, como un rayo en medio de la tormenta, una sospecha helada se deslizó en su mente.

-No puede ser... -susurró, con los ojos bien abiertos.

Dejó caer el móvil sobre la mesa, tomó las llaves del coche y salió disparada, sin pensar en nada más. Conducía a toda velocidad por las calles de Manhattan. Solo un destino la consumía: la mansión Ravello.

Cuando llegó, bajó del coche sin apagar el motor. Su pulso latía con furia mientras cruzaba el jardín y subía las escaleras de mármol. Empujó la puerta con fuerza. No necesitó preguntar. Gritó el nombre de su hermano:

-¡Max!

Al otro lado de la casa, Leah se irguió sobre la cama, pálida.

Reconocía esa voz.

-¿Erika...? -murmuró, atónita-. ¿Qué está haciendo ella aquí?

Se acercó a la puerta, golpeó con ambas manos, desesperada, y gritó con todas sus fuerzas:

-¡Ayudaaaa! ¡Estoy aquí! ¡Erikaaaa!

Max, sentado en un sillón con una copa en la mano, se levantó con un suspiro exasperado.

-Tengo asuntos familiares que resolver -dijo con frialdad.

Caminó hasta la puerta de la habitación, abrió, empujó a Leah de vuelta hacia la cama, y cerró con llave desde fuera.

En el pasillo, Erika lo esperaba, con la cara tensa y los ojos húmedos.

-¿Dónde está? ¿Dónde la tienes? -exigió.

-Ya sabes dónde.

-Por favor, suéltala. Ella es como mi hermana. No tiene nada que ver con su padre . No tiene culpa. ¡Por favor, hermano! -La voz se le quebró-. Si me quieres, no la mates. Si le haces algo... no te lo voy a perdonar nunca.

Max la miró con dureza. El hielo en sus ojos no se derretía con súplicas.

-No sabes lo que me estás pidiendo, Erika -gruñó.

-Sí lo sé. Y aun así te lo suplico. Ella es muy importante para mí. Haría cualquier cosa por ella.

Un largo silencio se instaló entre ambos.

Finalmente, Max asintió con un leve movimiento de cabeza.

-Está bien. No la mataré... pero tampoco la voy a soltar. Se queda aquí. Encerrada.

-Déjame verla. Necesito verla.

Al otro lado de la puerta, Leah escuchaba todo, con el corazón a punto de estallar.

-¡Erika! -gritó con desesperación-. ¡Estoy aquí! ¡Ayúdame!

Max resopló, fastidiado, pero giró la llave y abrió la puerta.

Erika se precipitó dentro , lanzándose a abrazar a Leah.

-¡Cielo! ¡Dios mío! -La envolvió entre sus brazos, temblando-. ¿Estás bien? ¿Te hizo algo?

Leah no respondió de inmediato. Solo la miró, confundida y herida.

-¿Cómo... cómo que eres hermana de ese monstruo?

Erika bajó la mirada, avergonzada.

-Lo siento. Lo siento tanto. No te lo conté porque... no puedo ir por ahí diciendo que soy su hermana. Es peligroso para todos. Pero te juro que no sabía que esto iba a pasar. No lo habría permitido.

-Ayúdame. Por favor. Sáacame de aquí.

-No puedo hacer mucho. Pero te prometo algo, Leah. Vas a estar bien. Yo vendré a verte todos los días. No estás sola.

Max entró con paso tranquilo, apoyándose en el marco de la puerta. Miró la escena con aire divertido y se acercó a Leah. Le acarició el brazo con los dedos.

-Tranquila, hermanita -le dijo a Erika, con una sonrisa torcida-. Tu amiga va a recibir muy buenos cuidados.

Leah lo fulminó con la mirada.

-Eres un cerdo asqueroso -escupió, y lo escupió de verdad, directo al rostro.

Max retrocedió un paso y se limpió con el dorso de la mano, sonriendo con más gusto.

Erika se interpuso, furiosa.

-¡No te acerques a ella! ¡Mantén tus manos lejos! ¡Vete con cualquiera de tus putas y déjala en paz!

Max rió, una carcajada seca, sin alma.

-Te prometí que la mantendría con vida. Pero lo que pase entre nosotros... eso ya será cosa mía.

Se volvió hacia Leah y se acercó de nuevo. Ella retrocedió hasta chocar contra el cabecero de la cama, temblando.

Max le susurró al oído:

-Así temblando... te quiero ver en mi cama.

-¡Max, por favor! -rogó Erika con lágrimas en los ojos-. ¡Por favor, te lo suplico!

Él la miró, con la mandíbula tensa. Una vena le latía en la sien.

-Erika... eso no te lo voy a prometer. Y si sigues insistiendo... la mato ya.

Erika tragó saliva. Bajó la mirada. Su corazón latía como un tambor.

-Está bien. No insisto. Pero... hazlo por mí.

Max no respondió. Solo la miró.

Erika le dio un último abrazo a Leah, le acarició el cabello, y salió de la habitación sin decir más.

La puerta se cerró con un clic que sonó como una sentencia.

Y Leah se quedó sola con la bestia.

            
            

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