Capítulo 5 Sangre, miedo y promesas

CAPÍTULO 5 - Sangre, miedo y promesas

Max cerró la puerta de su despacho con un portazo. Marco Santoro ya lo esperaba, apoyado en la pared, con los brazos cruzados y una expresión sombría.

-Jefe -dijo apenas Max se acercó-. Tenemos un problema. Uno serio.

Max no respondió. Sirvió dos vasos de whisky sin hielo, con movimientos pausados. Encendió un cigarro y soltó una bocanada de humo espeso antes de mirarlo.

-Habla -ordenó con voz grave.

Marco tomó el vaso pero no bebió.

-Los Cuervos ya se enteraron de que Levis está muerto. Y también saben que tú no has hecho nada al respecto. Dicen que te estás ablandando... que eres débil.

Max apretó la mandíbula. No dijo nada.

-Creen que te pueden pisotear -insistió Marco-. Que te quedarás cruzado de brazos mientras se cagan en tu nombre.

Max se quedó en silencio, mirando el fondo del vaso. Luego, de un manotazo, lo estrelló contra el suelo. El cristal estalló como si lo hubiese disparado.

-¡Maldita sea! -gruñó. -No puedo hacerle eso a mi hermana. Sabes que Erika siempre será mi debilidad.

Marco dio un paso atrás.

-Jefe, lo entiendo... lo de tu hermana. Pero si no haces algo, los buitres vendrán por todo.

Max cerró los ojos un segundo, tragándose la rabia. Cuando volvió a hablar, su voz era un susurro helado.

-Déjame pensar.

Se levantó, caminó hasta el ventanal y encendió otro cigarro.

-Fuera -ordenó sin mirarlo-. Ocúpate del nuevo cargamento. Tiene que estar listo esta noche.

-Sí, jefe.

Marco salió del despacho sin añadir una palabra.

Max se dejó caer en su silla de cuero. El humo del cigarro dibujaba espirales en el aire. Su mundo pedía sangre. Pero su hermana... era su límite. Y ahora Leah también lo era, aunque no lo admitiría en voz alta.

Tenía que decidir: venganza o debilidad. En su mundo, no se podía tener ambas.

...

Arriba, en la habitación que ahora era cárcel, Leah y Erika hablaban en voz baja.

-El cerdo de tu hermano me dijo que, a partir de ahora, tendré que dormir con él -dijo Leah con los ojos encendidos-. ¡En su cama! ¿Y sabes qué más? ¡Ducharnos juntos! Está completamente enfermo.

Erika sonrió con incomodidad.

-No es tan malo...

-¡¿No es tan malo?! Erika, tú sabes que nunca he estado... tan cerca de un hombre. ¡Nunca! Y él...es peligroso...

-No pasará nada, cielo. Mi hermano puede ser un bruto, pero no te tocará.

Leah se dejó caer en la cama, abrazando sus piernas.

-Es un hombre, Erika. ¿Tú crees que diría eso si no tendría intenciones de verdad?

-Se alimenta de tu miedo. Si le demuestras que no te asusta, perderá el interés. No le des ese poder.

Leah negó con la cabeza. Las lágrimas empezaron a caer, silenciosas.

-No puedo. No sé cómo. Me siento... tan vulnerable.

Erika se acercó y la abrazó con fuerza.

-Mi hermano no es tan malo como parece.

Leah la miró con rabia contenida.

-Lo dices porque es tu hermano. Pero tú no estás encerrada aquí, ni estás obligada a ducharte con él.

-Lo sé, lo sé... Y lo siento, cielo. Sé que esto es una pesadilla. Pero créeme, a mí también me amenazó . Me dijo que si hacía algo para ayudarte, me haría pagar también.

Leah suspiró con culpa.

-Lo siento, Erika. No quería meterte en problemas.

-No digas eso. Lo resolveremos... solo necesitamos tiempo.

Erika bajó la voz.

-Tu padre está buscándote como loco. Fue a mi casa. Me siento fatal por mentirle, pero no puedo traicionar a mi hermano. Y... sinceramente, creo que es mejor que no te encuentre. Si eso pasa, Max perderá el control. Y entonces será el apocalipsis. Estoy segura.

Leah la miró con súplica.

-Dile que estoy bien. Solo eso. Por favor.

Erika negó con tristeza.

-No puedo, cielo. Lo haría, pero no puedo. Me harían preguntas. No puedo decirles que soy su hermana.

Leah asintió, tragándose las lágrimas.

-Por un lado ... me alegro de que seas su hermana. Así puedo verte. No me siento tan sola.

-Cuando todo esto se calme, hablaré con él. Haré lo posible por ayudarte, lo prometo.

Leah la abrazó fuerte.

-Gracias, cielo.

-Mi hermana del alma -susurró Erika con ternura.

En ese instante, la puerta se abrió. Max entró con su andar decidido, observándolas con una ceja alzada.

-¿Interrumpo algo? -preguntó con una sonrisa torcida-. Creo que yo también merezco un abrazo.

Erika se separó de Leah con fastidio.

-¿Qué quieres ahora?

-Que te vayas. -La miró con seriedad-. Ah, y otra cosa, hermanita... Tu nuevo novio no me gusta. O lo dejas, o me encargo de que se aleje. A mi manera.

Erika lo fulminó con la mirada.

-No puedes hacer eso. Yo no me meto con tus putas, ¿verdad?

Max soltó una carcajada oscura.

-Lo investigué. Y no es un santo.

-Por si no te has dado cuenta, tú tampoco lo eres.

-No importa lo que yo sea. Me importas tú . A ti te quiero viva. Entera. Y si ese imbécil te hace daño, le volaré la cabeza. No sin antes... torturarlo con mis propias manos.

Erika lo empujó con rabia.

-¡Déjame en paz, Max! ¡Deja de meterte en mi vida!

Max se quedó inmóvil. Su voz fue baja, pero helada.

-Solo te tengo a ti, hermanita. Y sabes que mataría por ti. Así que, si alguna vez veo una sola lágrima caer por ese tipo... será su sentencia.

Erika retrocedió, dolida. Se giró hacia Leah y la abrazó una vez más, como si fuera la última.

-Adiós, cielo. Nos vemos pronto. Te quiero mucho. Sé fuerte, ¿sí?

-Te quiero también.

Erika salió de la habitación sin mirar atrás. La puerta se cerró con un clic seco.

Leah se quedó sola con Max. O mejor dicho... a merced de él.

Él no dijo nada. Solo la miró con esa intensidad peligrosa que la desarmaba. Dio un paso hacia ella.

-Ven conmigo -ordenó Max con voz firme.

Leah ni se inmutó. Permaneció de pie, con la mirada fija en el suelo. El silencio entre ambos se volvió denso, casi cortante.

-He dicho... ven conmigo -repitió, esta vez con más dureza.

Leah apretó los labios, temblando por dentro, pero sin ceder. Una parte de ella quería gritar, correr, desaparecer. Pero su orgullo no la dejó moverse.

Max apretó la mandíbula y dio dos pasos decididos hacia ella. Leah tragó saliva, clavando la mirada en el suelo. Cuando él la alcanzó, la tomó del brazo con firmeza. No le hizo daño, pero su control era absoluto.

-No me obligues a repetir las cosas, angelito -le murmuró al oído con tono gélido.

Ella no dijo nada. Lo dejó arrastrarla fuera de la habitación. Caminaron por un pasillo más ancho, hasta llegar a una puerta doble, oscura, de madera pulida. Max la abrió y la empujó suavemente para que entrara.

La habitación era imponente. El doble de grande que la anterior. Las paredes estaban cubiertas por paneles de madera oscura con molduras doradas. Una enorme cama presidía el centro, con sábanas de seda roja y cojines de terciopelo negro. Había un ventanal con cortinas pesadas, un baño privado con mármol negro y grifería dorada,un espejo de cuerpo entero y un sillón de cuero frente a una mesa baja.

Todo olía a él. A su colonia, a cigarro y whisky. A control. A peligro.

-Desde ahora esta será nuestra habitación -anunció Max, con voz baja y segura-. Y esta... -señaló la cama con un leve gesto del mentón-, nuestra cama.

Leah se giró bruscamente hacia él.

-¿Pretendes que durmamos juntos?

Max sonrió de lado.

-¿Qué hay de malo? ¿Crees que no puedes resistirte a mí?

Leah retrocedió un paso instintivamente.

-¡Tú...! Prefiero dormir en el suelo antes que compartir esa cama contigo.

Max alzó una ceja, cruzando los brazos sobre su torso.

-Creo que todavía te cuesta entender las cosas... ¿O tú solo funcionas con amenazas?

-No pienso dormir contigo -le escupió, con una mezcla de miedo y determinación en la mirada.

Max se acercó un paso, lento, sin apartar los ojos de ella.

-Te acostumbrarás, angelito.

-¡Eres repugnante! -espetó Leah, alejándose más.

Max la observó divertido. Le encantaba verla así: tensa, nerviosa, con ese fuego en los ojos que intentaba esconder el temblor en sus manos.

Entonces, sin decir nada más, se llevó las manos a los botones de su camisa y empezó a desabrocharla lentamente. Leah contuvo el aliento. Max se quitó la prenda y la dejó caer al suelo.

Su torso quedó completamente al descubierto: músculos definidos, tatuajes en tinta negra y gris que recorrían su pecho, su costado, parte del abdomen y los brazos enteros. Sus abdominales se marcaban con fuerza y su piel bronceada parecía hecha para pecar.

Leah giró el rostro al instante, pero sus ojos la traicionaron. Lo miró de reojo, por debajo de sus pestañas, y se maldijo por ello.

Max lo notó. Por supuesto que lo notó.

-¿Te gusta lo que ves o te sientes incómoda, angelito? -preguntó con burla, saboreando cada palabra.

-N-no... no me gusta -balbuceó Leah, dándose la vuelta para no verlo más.

-Mientes muy mal.

Max soltó una risita grave, divertida, mientras se ponía una camiseta negra ajustada y unos pantalones de chándal gris oscuro. Se acercó al armario empotrado, abrió una de las puertas y rebuscó entre la ropa.

Sacó algo pequeño, fino, casi translúcido. Lo lanzó sobre la cama.

Leah lo miró sin entender al principio... hasta que se dio cuenta de lo que era.

Un camisón. Corto. Demasiado corto. De encaje negro, semitransparente. Apenas una tela.

-Este será tu pijama -dijo Max, mirándola con una sonrisa cínica-. Espero que te quede bien... aunque no necesito imaginación para saber cómo te verás con él.

Leah retrocedió un paso.

-No pienso ponerme eso.

Max se cruzó de brazos, con una expresión que era mitad advertencia, mitad diversión.

-¿Vas a dormir desnuda entonces? Casi que me gusta más la idea.

-¡No!

-Entonces más te vale ponértelo. Aunque si lo prefieres... -dio un paso hacia ella, su voz se volvió más grave, más íntima-, puedo ayudarte yo.

Leah sintió cómo el corazón le daba un salto en el pecho. El miedo, la ira, la vergüenza y... algo más. Algo que no quería reconocer, la hicieron temblar.

-No te me acerques -murmuró, con la voz quebrada.

Max se detuvo, sin borrar su sonrisa torcida.

-Está bien, angelito. -la miró de arriba abajo, saboreando cada segundo de su incomodidad-. Pero no olvides que estás en mi habitación. En mi cama. Y bajo mis reglas.

Leah apretó los labios, sintiendo que el mundo bajo sus pies se derrumbaba.

                         

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