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La mansión Delacroix estaba hecha para el silencio.
Amplios ventanales, techos altos, muebles impecables que nadie usaba, y una luz artificial que parecía no calentar nada. La casa tenía todo lo que el dinero podía comprar, excepto voces, risas o pasos apresurados. Pero ese día, por primera vez en años, alguien pequeño entró corriendo por la entrada principal... aunque no de alegría, sino por miedo.
Leo apretaba los puños dentro de la sudadera que Adam le había comprado horas antes. Su mirada se perdía en los enormes pasillos mientras una empleada lo guiaba hacia una habitación en el ala este. No hablaba. Apenas respiraba con normalidad.
Adam los seguía en silencio, sin saber qué hacer. Había ordenado que prepararan una habitación con urgencia, con cama nueva, juguetes, libros... lo que fuera. Pero ahora, al ver al niño pisar ese mundo de mármol y cristales, algo en él se rompía. Leo no encajaba allí. Y sin embargo... tampoco encajaba en ningún otro lugar.
-Este será tu cuarto -dijo la empleada, abriendo una puerta blanca con manijas doradas.
El niño no respondió. Se quedó de pie junto al marco, como si temiera entrar. Su mirada iba de la alfombra mullida al ventanal con cortinas grises, del escritorio ordenado a la cama demasiado grande. Era demasiado.
-¿Te gusta? -preguntó Adam.
Leo solo asintió, sin emoción.
Horas después, Adam se encerró en su despacho. Se sentía como un impostor. Tenía poder, dinero, autoridad... pero no sabía cómo ser padre. Ni siquiera sabía por qué había hecho lo que hizo. Solo... lo sintió. Lo necesitaba. Ese niño le removía algo profundo, una nostalgia que no podía explicar.
Marcó un número. Era su abogado personal.
-Necesito que aceleres el proceso de adopción. Ya he firmado lo necesario, pero quiero que el expediente esté limpio y blindado. No quiero que lo saquen de aquí.
-Entiendo, señor Delacroix. El incendio en los archivos nos favorece. El niño está legalmente sin filiación. Nadie puede reclamarlo.
Adam colgó con el estómago revuelto. No le gustaba la manera en que lo había dicho, como si Leo fuera una propiedad. Un activo.
Pero no era eso. No esta vez.
Al día siguiente, Celine Marchand llegó a la mansión con su bolso colgado al hombro y la mirada serena. Tenía veintiséis años, una formación sólida en pedagogía infantil, y una vida construida sobre el esfuerzo y los silencios. No hacía muchas preguntas. Tampoco hablaba de sí misma.
La agencia la había recomendado por su paciencia, por su dulzura. Adam apenas la había visto unos minutos en la entrevista por videollamada. Le bastó. No buscaba a alguien brillante, ni servil. Solo alguien que pudiera cuidar del niño... y tal vez, enseñarle cómo acercarse a él.
-¿Señor Delacroix? -preguntó Celine al llegar, extendiéndole la mano.
Adam la miró unos segundos. Había algo en sus ojos. Un brillo familiar, aunque no supo de dónde.
-Gracias por venir tan pronto. Él está en el jardín trasero, con uno de los empleados. No habla mucho, pero... es fuerte.
-¿Y su historia? ¿Sabe algo de sus antecedentes? -preguntó ella con delicadeza.
Adam negó con la cabeza.
-Lo único que sé es su nombre. Leo.
Celine asintió, ocultando el temblor de sus dedos.
Leo.
No era un nombre común. No era un nombre cualquiera.
El corazón le dio un vuelco. Un recuerdo antiguo, sepultado por los años, volvió de golpe: una hoja con ese mismo nombre, firmada bajo coacción. Un llanto que no pudo consolar. Un bebé arrancado de sus brazos. Uno que le dijeron que jamás volvería a ver.
No. No podía ser. Era imposible.
Pero cuando lo vio por primera vez, en el jardín, sentado bajo un árbol con la mirada al cielo, lo supo.
Sus ojos.
Eran los suyos.
Esa noche, Adam no pudo dormir. Se sirvió un whisky en su despacho y contempló la oscuridad a través del ventanal. Por más que intentaba encontrar la lógica de todo aquello, no la hallaba. Un niño abandonado. Un incendio. Una conexión inmediata. Una niñera que le parecía extrañamente familiar. Y una imagen que lo perseguía desde hace años: una noche borrosa, llena de alcohol y confusión, una habitación de hotel, y el rostro de una joven que no podía recordar.
Su padre le había dicho que no se preocupara. Que todo se había resuelto.
Pero ahora, por primera vez, Adam dudaba.
¿Qué había hecho realmente aquella noche?
¿Y por qué ese niño, ese pequeño Leo... le parecía tan parecido a él?