Capítulo 4 Palabras que no se atreven a nombrar

La noche había caído suavemente sobre la ciudad, cubriendo la mansión Delacroix con un silencio apacible. En el salón principal, la chimenea crepitaba con una llama tenue, lanzando sombras danzantes sobre las paredes. Adam se había permitido algo poco habitual: una copa de vino, el primer respiro en días que no estaba envuelto en cifras, llamadas o reuniones.

Sentado en uno de los amplios sillones de cuero, observaba la flama perder fuerza, como si el fuego también estuviera cansado. Entonces, oyó los pasos suaves de Celine acercándose desde la cocina. Llevaba un suéter claro sobre su vestido y traía una bandeja con dos tazas humeantes.

-Pensé que le vendría bien algo caliente antes de dormir -dijo, ofreciéndole una taza.

Adam aceptó con una leve sonrisa.

-Gracias, Celine. Me he dado cuenta de que esta casa suena menos vacía desde que tú y Leo están aquí.

Ella sonrió también, sentándose en el sillón frente a él.

-Leo está durmiendo. No quiso que le leyera esta vez... me pidió que solo me quedara a su lado un rato. Me quedé hasta que respiraba tranquilo.

Adam asintió, y por unos segundos no dijeron nada. El silencio entre ellos no era incómodo. Era como una pausa compartida entre dos personas que empezaban a entenderse más allá de las palabras.

-¿Alguna vez pensaste en tener hijos? -preguntó él de pronto, sin mirarla directamente.

Celine alzó la vista, sorprendida por la pregunta.

-Cuando era más joven, sí. Supongo que es una idea que viene con ciertos sueños... una vida tranquila, un hogar cálido, risas pequeñas en los pasillos -se detuvo, bajando la mirada-. Pero con el tiempo, uno aprende a vivir sin ciertas cosas. A no esperar demasiado.

Adam giró la cabeza hacia ella.

-¿Y renunciaste a esa idea?

-No sé si fue una renuncia o un despojo -respondió ella con sinceridad, eligiendo las palabras como si fueran cristales frágiles-. A veces, las circunstancias te arrebatan cosas sin que te des cuenta... y para cuando lo notas, ya no tienes fuerza para luchar por recuperarlas.

El silencio volvió a llenar la sala, denso esta vez. Adam la observó, sus ojos grises cargados de una seriedad que no mostraba con frecuencia.

-Yo nunca quise tener hijos -confesó-. Crecí entre personas que veían a los niños como inconvenientes, como cargas. Mi padre me decía que el mundo era un lugar demasiado cruel como para traer a alguien sin una estrategia detrás.

-Eso suena... solitario.

Adam soltó una risa amarga.

-Lo era. Pero lo acepté. Me enfoqué en construir algo. Poder, control, riqueza. Eso me hacía sentir seguro... hasta ahora.

-¿Y ahora?

-Ahora hay un niño en una habitación de esta casa que me mira con una mezcla de miedo y esperanza. Y hay una mujer que lo cuida como si su alma estuviera en juego -dijo, mirándola por primera vez con intención profunda-. Y yo me doy cuenta de que nunca conocí lo que realmente significa familia.

Celine no supo qué decir. Un leve temblor le cruzó el pecho, y bajó la mirada, sintiendo que algo se removía dentro de ella.

-Leo ha cambiado las cosas para usted -dijo finalmente.

-No solo Leo.

Las palabras flotaron entre ambos como una confesión que ninguno esperaba. Celine sintió el calor en sus mejillas, pero no lo apartó la mirada esta vez.

-No sé si puedo imaginarme como madre -susurró-. Pero cuando Leo me toma de la mano... siento algo que no sé explicar. No sé si es instinto, compasión o... amor. Pero está ahí. Y es real.

-Yo no sé si puedo ser un buen padre -admitió Adam-. Pero desde que llegó, no he dejado de pensar en protegerlo. En darle algo que yo nunca tuve. Un lugar. Un nombre. Un futuro.

Celine asintió lentamente, sus ojos brillando con una ternura que no era habitual en ella.

-Tal vez... formar una familia no siempre significa saber lo que estás haciendo desde el principio. Tal vez es simplemente estar dispuesto a intentarlo... y a no rendirse.

Adam sonrió, una sonrisa distinta, genuina, casi triste.

-¿Te parece que ya somos una familia?

-A veces lo parece -respondió ella con voz suave-. Como cuando Leo ríe en el jardín. O cuando se duerme escuchando mi voz. O cuando usted entra al comedor y pregunta si ya comió.

-Y otras veces...

-Otras veces parece que somos solo tres personas intentando encajar en un rompecabezas roto.

Adam asintió. Luego se levantó, caminó hacia ella, y le extendió una mano para levantar la taza vacía. Sus dedos se rozaron apenas, pero la electricidad fue innegable.

-Gracias por cuidar de él. Gracias por estar aquí.

Celine lo miró a los ojos, y por primera vez notó que no estaban llenos de frialdad. Había vulnerabilidad allí. Una grieta profunda, sí, pero también luz saliendo por ella.

-No sé por cuánto tiempo estaré aquí, señor Delacroix... pero mientras lo esté, Leo tendrá todo lo que necesite. Aunque eso me rompa.

-No dejaré que te rompa -dijo él, casi en un susurro.

Y luego, sin decir nada más, se alejó, dejando tras de sí el eco de palabras que se quedaban grabadas en la madera y en la memoria.

En el cuarto del niño, Leo dormía abrazado a un oso de felpa nuevo. En sueños, murmuró un nombre que ninguno escuchó.

Mamá.

Sin saber que, al otro lado de la casa, las dos personas más importantes de su vida empezaban, sin querer, a recordar lo que nunca debieron olvidar.

            
            

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