Donde Crecen las Alas
img img Donde Crecen las Alas img Capítulo 5 Lo que Gabriel encontró
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Capítulo 6 El nombre que no se dice img
Capítulo 7 La mentira más dulce img
Capítulo 8 El sonido del disparo img
Capítulo 9 Lo que queda después del fuego img
Capítulo 10 Elegir volar img
Capítulo 11 Cartografía de las grietas img
Capítulo 12 La primera vez que me enseñaron a callar img
Capítulo 13 Las palabras que liberan img
Capítulo 14 El enemigo en las sombras img
Capítulo 15 Las sombras de mi padre img
Capítulo 16 Las palabras que liberan img
Capítulo 17 El quirófano arde img
Capítulo 18 La voz de Rafael img
Capítulo 19 El enemigo en las sombras img
Capítulo 20 El secuestro de Isabelita img
Capítulo 21 Un mensaje de rescate img
Capítulo 22 Amelia busca sola a su hermana img
Capítulo 23 El rescate img
Capítulo 24 Mauro es arrestado img
Capítulo 25 Funeral de Martina img
Capítulo 26 Tomás cae enfermo img
Capítulo 27 La promesa frente a la vida img
Capítulo 28 Isabelita se gradúa img
Capítulo 29 El nuevo hogar img
Capítulo 30 El último capítulo de La sirvienta que amó img
Capítulo 31 Publicación inesperada img
Capítulo 32 Éxito literario img
Capítulo 33 Un premio y una decisión img
Capítulo 34 El regreso de su padre img
Capítulo 35 Cara a cara con el pasado img
Capítulo 36 Un nuevo embarazo img
Capítulo 37 Un hombre nuevo img
Capítulo 38 Gabriel escribe su segundo libro img
Capítulo 39 El día del juicio final img
Capítulo 40 Amelia y el vestido rojo img
Capítulo 41 Luciano en el público img
Capítulo 42 Isabelita enamorada img
Capítulo 43 Martina en los recuerdos img
Capítulo 44 Se publica la segunda edición img
Capítulo 45 Cuando Luna volvió a nacer img
Capítulo 46 Nace Luna de la Vega (Flashback) img
Capítulo 47 Algo sucede con Gabriel img
Capítulo 48 Luciano desaparece img
Capítulo 49 Luciano enferma lejos de casa img
Capítulo 50 La verdad aún no ha sido dicha img
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Capítulo 5 Lo que Gabriel encontró

La tarde había caído con una calma espesa, casi ofensiva. Era una de esas tardes tibias en las que la ciudad parece esperar que ocurra algo inevitable. Desde la ventana de su habitación, Gabriel observaba la silueta apagada del horizonte. A lo lejos, aún se elevaba una columna de humo perezosa, rezagada, como si el incendio de la Fundación se resistiera a ser solo un recuerdo.

Apretó los puños contra los bolsillos de su sudadera y se quedó ahí, quieto, como si mirar el humo pudiera darle respuestas. Pero no las había. Solo preguntas. Y un silencio demasiado ruidoso dentro de su casa.

-No es solo un incendio -susurró para sí mismo, con la voz apenas quebrada-. Es un mensaje.

Desde aquella madrugada, Amelia se había vuelto otra. No en lo evidente, sino en los pequeños gestos: su mirada parecía escanear las sombras, su forma de cerrar las puertas era más rápida, más definitiva. Dormía poco. Hablaba menos. Se le había borrado la sonrisa de madre y le había quedado una expresión de alerta, como quien teme que todo se rompa con el más leve ruido.

Luciano, por su parte, hablaba en susurros cuando contestaba el teléfono, y evitaba mirar a los ojos por demasiado tiempo. Y lo que más perturbaba a Gabriel era que Isabelita no respondía a sus mensajes. Ninguno. Como si el incendio también hubiera arrasado con la comunicación entre ellos.

Y Tomás... Tomás lloraba por las noches. Lloraba dormido, como si su alma supiera cosas que su conciencia no podía explicar.

Gabriel bajó al sótano esa misma tarde, más por instinto que por decisión. No buscaba nada concreto. Tal vez quería reencontrarse con alguna parte suya que no estuviera contaminada por el miedo. Pensó en sus viejos cómics, los que Amelia le había escondido cuando tenía doce, porque "estaban llenos de violencia gratuita". Tal vez ahora, esa violencia no le parecería tan gratuita.

Comenzó a revisar cajas, moviendo cosas con torpeza y apuro. El sótano olía a humedad y madera vieja, y cada crujido del suelo sobre su cabeza le parecía una advertencia.

Fue entonces cuando la vio.

Una caja de madera oscura, pequeña, sin marcas visibles. El candado oxidado parecía más decorativo que funcional. No estaba escondida, pero su presencia se sentía fuera de lugar, como si alguien la hubiera dejado ahí a propósito... esperando que él la encontrara.

Gabriel se agachó, examinó la cerradura. Sin pensarlo demasiado, buscó entre las herramientas una pinza vieja y la introdujo en el candado. Apenas forzó un poco, escuchó un "crac" seco. El sonido le dio una satisfacción instantánea, como si hubiera abierto no solo una caja, sino una puerta secreta dentro de la casa.

Dentro, había un cuaderno forrado con una tela gris, deshilachada en las esquinas. No tenía nombre ni fecha, solo una etiqueta pegada con cinta vieja. En letra infantil, apenas legible, decía:

"No abrir."

Gabriel soltó una risa breve, amarga. "Demasiado tarde", pensó. Abrió el cuaderno.

Las primeras páginas estaban llenas de dibujos. Garabatos. Pinturas con bolígrafo negro, trazos ansiosos, intensos. Casi violentos.

Una casa en llamas, dibujada una y otra vez. Desde distintos ángulos. Las ventanas parecían ojos gritando. La puerta, una boca abierta tragando fuego. A cada página, el fuego parecía más alto. Más vivo. Más intencionado.

Luego, aparecían figuras humanas: una mujer sin rostro, un niño con una cicatriz en la frente, un hombre alto, con un sombrero oscuro y los ojos ocultos. Nadie tenía nombre. Pero algo dentro de Gabriel los reconocía.

Pasó las páginas con un nudo creciente en el pecho. En la parte inferior de una, casi escondida entre los dibujos, leyó una frase escrita con letra temblorosa:

"Papá no fue quien tú crees."

Se quedó quieto. Sintió un frío súbito recorrerle la espalda, como si el aire del sótano hubiera descendido de golpe varios grados. Y lo peor fue que no le sorprendió. Lo había presentido por años. Desde pequeño, había notado grietas en las historias de su madre. Vacíos en las anécdotas de Luciano. Silencios compartidos. Miedos heredados sin nombre.

Pasó la página. Un nuevo dibujo. Esta vez, una niña de trapo colgando de una cuerda. Encima, en rojo vibrante: "CULPA."

Gabriel cerró el cuaderno de golpe. El sótano se volvió más oscuro de pronto, o quizá era solo que ahora él miraba distinto.

Subió las escaleras lentamente, con el cuaderno escondido bajo el suéter. Evitó cruzarse con Amelia. No quiso cenar. Fingió que tenía sueño y se encerró en su habitación. Desde allí, escuchó la casa como si fuera otra. La voz de Amelia en la cocina, suave y apagada, como una canción que se repite para no pensar. El llanto de Tomás, que no era un llanto de dolor físico, sino de algo más profundo. Y el clic metálico de la puerta del estudio de Luciano, cerrándose con llave. Siempre con llave.

Gabriel se metió bajo las sábanas y encendió la linterna de su celular. Volvió a abrir el cuaderno.

Leyó despacio. Cada palabra parecía un testimonio. Cada dibujo, una confesión.

En la última página, algo escrito con marcador rojo. Palabras que parecían una sentencia:

"Él pensaba que era por amor.

Pero el fuego no abraza, Gabriel.

El fuego destruye."

El cuaderno temblaba en sus manos. Cerró los ojos, apretó los dientes.

No durmió. No por miedo.

Por rabia.

Esa noche, Gabriel entendió que las historias de su familia no eran cuentos de fogón ni anécdotas heredadas: eran ruinas enterradas bajo capas de silencio. Y él acababa de desenterrar una parte. Pequeña, tal vez. Pero suficiente para cambiarlo.

El fuego no era solo un símbolo. Era una advertencia viva. Y ahora ardía dentro de él.

                         

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