Capítulo 3 El mismo nombre

Bruno Ortega siempre había sido el hombre del control.

Control de gestos, de silencios, de pensamientos. Control de códigos, de rutas, de reacciones.

Pero ese día -ese exacto segundo en que apareció ese nombre en la pantalla- sintió algo que no recordaba haber sentido en años:

Temblor.

No físico.

No externo.

Era algo más profundo. Un quiebre invisible, como cuando el hielo se agrieta bajo el peso de un paso en falso.

El nombre estaba ahí.

No como un encabezado oficial, no como un expediente abierto.

Era una coincidencia en apariencia menor. Una mención escondida entre líneas obsoletas de un registro cerrado hacía más de una década.

Iván Ortega.

I07.

Estado: no registrado.

Eso era todo.

Y al mismo tiempo, no lo era todo.

Bruno retrocedió en la silla, pero no apartó los ojos de la terminal.

El módulo en el que aparecía la última mención era uno que, oficialmente, ya no existía. Un área de aislamiento llamada 5C, parte de una red de instalaciones de contención que NCA había desmantelado hace años, o eso decían.

Pero alguien había estado ahí.

Y había registrado una lectura biométrica incompleta.

Una señal.

Un susurro.

Una grieta por donde volvía el pasado.

Iván.

Su hermano menor.

Su reflejo más sucio y más puro.

A veces, en sueños, Bruno aún podía verlo riendo, con las rodillas raspadas y el pelo revuelto, lanzándole piedras al portón de un colegio que odiaban los dos.

Iván no conocía el miedo.

O eso parecía.

Era impulsivo, pasional, y emocional hasta el extremo.

Y eso, en el mundo donde terminaron creciendo, era casi una sentencia.

Bruno, en cambio, aprendió a callar.

A ocultar.

A obedecer.

Se convirtió en la pieza ideal del sistema porque comprendió que la emoción era el código más fácil de leer... y de destruir.

Iván no.

Iván era un incendio.

Y los incendios, en NCA, no se contienen: se extinguen.

El último día que lo vio, Iván tenía los ojos llenos de algo que Bruno no pudo entender en ese momento.

-No firmes ese contrato, brujo. Es una trampa -le había dicho-, con una mezcla de rabia y ternura que solo él sabía usar.

Bruno no respondió. Ya lo había firmado.

Esa noche, Iván desapareció.

Durante años, Bruno buscó de forma discreta. Nada oficial, nada directo. Aprendió a leer entre líneas, a detectar ausencias disfrazadas de informes cerrados. Sabía que si hacía demasiado ruido, no solo no encontraría a Iván: lo arrastraría con él.

Así que se tragó el dolor.

El remordimiento.

El silencio.

Y se convirtió en lo que el sistema quería: invisible, eficiente, letal.

Pero el tiempo no borra. Solo acumula.

Y ese día, frente a esa pantalla, Bruno volvió a sentir algo que creía muerto: esperanza... seguida de una furia tan limpia, tan serena, que le dolía en los huesos.

Tomó aire y se inclinó sobre la terminal otra vez. Esta vez, sin miedo.

Ingresó por una vía secundaria, activó un protocolo de auditoría encubierta y extrajo todos los datos relacionados a reubicaciones externas no confirmadas entre los años de desaparición de Iván y el cierre del módulo 5C.

Creó un mapa de traslados, rastreó nombres falsos, y lo más importante: detectó una serie de permisos que no coincidían con ningún supervisor actual.

Alguien más estaba moviendo fichas en las sombras.

Y no lo hacía por orden del Comité.

Era una operación paralela.

Encubierta.

Indetectable.

A menos que uno estuviera buscando usando las herramientas adecuadas...

O con una razón lo suficientemente fuerte para romper cada regla.

Bruno se recostó en la silla y se frotó la cara.

Hacía años que no lloraba.

Y no iba a empezar ahora.

Pero un nudo en el pecho le recordó que, por más que quisiera negarlo, Iván seguía allí.

No vivo, quizá.

No entero.

Pero allí.

Presente como una palabra que nunca se dijo, como una promesa rota que se niega a pudrirse del todo.

-Voy a sacarte de ahí, hermano -susurró, sin darse cuenta de que lo decía en voz alta.

No importaba si Iván ya no estaba.

Lo que importaba era que alguien lo había hecho desaparecer.

Y esa verdad merecía luz.

Doliera lo que doliera.

Horas después, se cruzó con Lucía en uno de los corredores del Nivel S2.

Ella caminaba rápido, con el ceño fruncido, la mirada cargada de algo que él ya empezaba a reconocer: determinación mezclada con miedo.

Bruno no le habló.

No podía.

Tenía la garganta hecha piedra.

Pero cuando la miró, ella se detuvo un segundo.

Y por primera vez, no apartaron la vista.

Ambos sabían que el silencio era la única forma de hablar con seguridad.

Pero en esos ojos -los de ella, los de él- ya no había margen de dudas.

Ambos estaban cruzando líneas invisibles.

Y ya no había forma de volver atrás.

Bruno nunca le habló a Lucía sobre su hermano Iván porque esa herida estaba sellada con miedo y culpa, dos sentimientos que se enredaban tanto en su pecho que parecía imposible desatar.

Iván representaba para Bruno mucho más que un simple recuerdo doloroso: era la prueba viviente de que en NCA, el sistema podía arrancar a una persona de la vida sin dejar rastros, sin ofrecer explicaciones. Hablar de Iván significaba abrir una puerta hacia un pasado que Bruno había tratado de enterrar para poder sobrevivir.

Además, Bruno temía que si hablaba de Iván, su vulnerabilidad quedaría expuesta. En un lugar donde la fortaleza era sinónimo de poder, admitir que un trozo de su alma estaba roto podía hacerlo parecer débil, una pieza débil del engranaje que la organización podría aplastar sin titubear.

Pero quizás lo más importante era que Bruno no sabía cómo explicarle a Lucía algo tan inmenso y desgarrador sin arrastrarla también al abismo. La conexión que compartían ya desafiaba las reglas; revelarle la verdad sobre Iván podría ponerla en peligro o, al menos, hacerla cargar con un peso que él sentía solo debía llevar.

Había un silencio más poderoso que las palabras, un pacto tácito entre ellos: el dolor se guardaba, se contenía, se enfrentaba en soledad.

Bruno estaba atrapado entre la necesidad de proteger a Lucía y el deseo de confiar en ella, pero el pasado con Iván era un territorio demasiado frágil para arriesgarse a compartirlo. Así que eligió callar, creyendo que esa era la forma más segura de cuidarlos a ambos.

            
            

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