Te Odio, Para Siempre
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Capítulo 1

El aire en la finca Vargas era pesado, olía a tierra seca y a la promesa de una tormenta de verano.

Hoy se cumplían cinco años.

Cinco años desde que mi mundo se convirtió en cenizas.

Mateo entró en la habitación. No me miró.

Dejó un uniforme de camarera sobre la cama. La tela era barata y áspera.

"Póntelo", dijo. Su voz era fría, sin emoción.

"Hoy hay una fiesta. Servirás a los invitados."

Le miré, intentando encontrar algo en sus ojos. No había nada.

"Mateo, por favor", susurré. "Hoy no."

Se giró lentamente. Una sonrisa cruel se dibujó en sus labios.

"Precisamente hoy, Sofía. Es nuestro aniversario, ¿recuerdas?"

El día de nuestra boda. El día que se convirtió en un funeral.

Cerré los ojos. La memoria era un torbellino.

La Feria de Abril. Sevilla entera vibraba. Yo, con mi vestido de novia. Mateo, a mi lado, guapo y orgulloso.

Nuestras familias, los Vargas y los Romero, unidas por fin.

El camión de la ganadería Vargas transportaba a "Valeroso" y "Monarca", los dos toros más importantes, el futuro de su linaje.

Mis padres, en su caseta de la feria, celebraban. Demasiado vino de nuestras propias bodegas. Demasiada alegría.

En una carretera oscura cerca de Carmona, su coche invadió el carril contrario.

El impacto fue brutal.

El padre de Mateo. Su madre. Su hermana de quince años.

Muertos.

"Valeroso" y "Monarca", muertos también.

El honor y el futuro de los Vargas, destrozados en un instante.

Mis padres, culpables, fueron a la cárcel. La culpa y la vergüenza los consumieron. Murieron allí, solos.

Mi boda se convirtió en un funeral triple. Mi amor se convirtió en su odio.

Le miré de nuevo. El odio en sus ojos era tan profundo como el amor que una vez sentí en ellos.

"Tus padres eran bodegueros", susurró, acercándose. "Te gustará servir el vino que mató a mi familia."

Me puse el uniforme. No lloré.

Le hice una promesa a mi madre en su lecho de muerte.

"Aguanta cinco años, hija mía. Un año por cada vida que segamos. Después, busca tu propia paz."

Hoy era el último día.

Bajé las escaleras. La finca estaba llena de gente rica y ruidosa.

Mateo estaba en el centro de todo, riendo.

A su lado, una mujer.

Era Isabel Reyes, una bailaora de flamenco. Su pelo era oscuro, sus ojos feroces.

Tenía la misma energía que yo solía tener.

"Mi Isa", la llamó Mateo.

El apodo era un golpe. A mí me llamaba "mi Fía".

La colmaba de regalos, de atención. Me ignoraba, pero se aseguraba de que yo lo viera todo.

Isabel me miró con desprecio. Se acercó a mí mientras yo servía una copa de jerez.

"Ten cuidado, criada", dijo en voz baja. "No vayas a manchar el suelo."

Su pie se movió, rápido y deliberado.

Tropecé. El vino se derramó sobre mi uniforme. La copa se rompió en el suelo.

El silencio cayó sobre la fiesta. Todos me miraban.

Mateo se acercó. No me miró a mí. Miró a Isabel.

"¿Estás bien, mi Isa?", preguntó, su voz llena de preocupación.

"Sí, cariño. Solo que esta torpe casi me mancha el vestido."

Mateo me miró por fin. Su voz era un látigo.

"Limpia esto. Y no vuelvas a molestar a mis invitados."

Se dio la vuelta y se llevó a Isabel, rodeándola con su brazo.

Me quedé sola, de rodillas, recogiendo los cristales rotos.

El pacto casi había terminado.

En mi habitación, miré una vieja foto. Mi familia y la suya, todos sonriendo.

Conté las horas que faltaban.

Solo unas pocas más.

Y después, la paz.

            
            

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