Te Odio, Para Siempre
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Capítulo 4

Desperté en una cama de hospital. Un dolor agudo me atravesaba el costado.

Había firmado los papeles. Las Bodegas Romero ya no eran mías.

Habían tomado uno de mis riñones.

Para Isabel.

A través de la puerta entreabierta, escuché a dos enfermeras hablar.

"El señor Vargas es tan devoto. No se ha separado de su esposa ni un momento."

"Sí, un amor así es difícil de encontrar. Pobre mujer, espero que se recupere pronto."

Se referían a Isabel. Creían que ella era la esposa.

Yo era solo la donante anónima. La sombra en la habitación de al lado.

La puerta de mi habitación se abrió. Era Mateo.

Me miró por un instante. Vi una fracción de segundo de algo que parecía preocupación.

Pero desapareció tan rápido como un relámpago.

"No creas que esto cambia nada", dijo, su voz plana. "La deuda aún no está saldada."

Se fue sin decir más.

Más tarde, mi teléfono vibró. Era un mensaje.

Una foto.

Isabel, en su cama de hospital, sonriendo a la cámara.

Llevaba puesto un collar. Un pequeño relicario de plata.

Era de mi madre. Lo llevaba el día que murió. Lo había guardado como mi tesoro más preciado.

Isabel lo había robado.

Me levanté de la cama, ignorando el dolor punzante.

Fui a su habitación. Ella estaba sola, mirando su teléfono.

"Devuélvemelo", le dije, mi voz temblaba.

Levantó la vista, fingiendo sorpresa. "Oh, hola. ¿Qué quieres?"

Señaló el relicario. "Esto es mío."

"Te lo cambio", dije desesperada. "Lo que quieras. El resto de mis joyas. Dinero. Lo que sea."

Ella sonrió, una sonrisa maliciosa.

"No, gracias. Me gusta."

En ese momento, Mateo entró.

"¿Qué está pasando aquí?", preguntó, mirando mi camisón de hospital y mi rostro pálido.

"Está intentando quitarme el collar que me regalaste", dijo Isabel, con voz lastimera.

Mateo me miró con furia. "¿Estás loca?"

Arrancó el relicario del cuello de Isabel.

Pensé que me lo daría a mí.

En lugar de eso, lo sostuvo frente a mis ojos y lo aplastó con su mano.

El metal se deformó. La pequeña bisagra se rompió.

"Es solo un trozo de metal", dijo fríamente. "No se compara con lo que tu familia me quitó."

Lo arrojó a una papelera.

Ya no sentía nada. El dolor, la desesperación, todo se había ido.

Solo quedaba un vacío helado.

Corrí. No sabía a dónde iba.

Salí a un pequeño balcón al final del pasillo.

El aire de la noche era frío.

Me subí a la barandilla.

"¡Sofía!"

El grito de Mateo fue de puro pánico.

Me agarró y me tiró hacia atrás, justo cuando mis pies perdían el equilibrio.

Caímos juntos al suelo.

Me abrazó con fuerza, su cuerpo temblaba.

Sentí su corazón latir desbocado contra mi espalda.

Por un instante, una estúpida esperanza floreció en mi pecho.

Quizás todavía le importaba.

Pero entonces, susurró en mi oído, su aliento era gélido.

"No te dejaré morir tan fácilmente. Tu tormento acaba de empezar."

                         

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